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sábado, 27 de julio de 2019

ANA NO de Agustín Gómez Arcos




Cuando uno se adentra en la historia de Ana No, de Agustín Gómez Arcos, se encuentra ante una mujer que ha emprendido un viaje hacia la muerte, para honrar a sus muertos, para honrar sus recuerdos. Una mujer que ha perdido el apellido, la familia, todo… Ana no, que por mucho que intente afirmarse, no puede. No sólo ha sido vencida por la historia, sino que la tierra, la vida también la ha vencido. ¿Quién es ella sin sus hombres? ¿Quién es ella sin la vida que ha otorgado al mundo, y que el mundo le ha arrebatado?
Esta obra, escrita en 1976, nos adentra en la miseria de un país dividido por una guerra civil que manchó la tierra de sangre hermana, una tierra a la que Ana acabará maldiciendo, porque en lugar de dar vida, ha acogido a la muerte, se lo ha arrebatado todo. En ese marco, Agustín Gómez Arcos nos deja ver el mundo, el dolor, la pena y la soledad a través de los ojos de una mujer que no conoce más que su pueblo y que deberá adentrarse en un país desconocido, que le ha dado la espalda porque forma parte de los vencidos, para ir al encuentro del único hijo que le queda vivo, el pequeño. Aunque ella sabe que, en realidad, va al encuentro de la Muerte.
Este es un viaje por el recuerdo de una vida, por los secretos de la memoria, pero, sobre todo, es un viaje de descubrimiento, de aceptación de uno mismo y de la Muerte.
Tiene momentos de cierta ternura, no sólo en el recuerdo, sino en la relación entre Ana no y un ciego que le enseña a escribir. Momentos de cruda realidad, cuando se quieren llevar a una perra vieja, porque es vagabunda y parece tener la tiña. Y Ana piensa que, claro, es lógico para ellos, para los vencedores, porque los pobres, los desvalidos, son los republicanos, los rojos… Y no pueden andar sueltos como si nada. También tiene momentos desgarradores, como el momento en que Ana se abalanza contra la tierra y la rasga con sus manos, diciendo que “al abrirte como una zorra para acoger a mis muertos te convertiste en alcahueta y cómplice de los vencedores, tú, que me debías una vida de esperanza […]. Me has empobrecido. Me has negado. Me has borrado. Tierra de la patria, te acuso de asesinato. Te maldigo.” Para mí, ese es uno de los momentos en que mejor se puede resumir el sentimiento de Ana, abandonada incluso por la tierra que la tendría que haber apoyado, que tendría que haberla sostenido. Una tierra que unos proclamaron suya para dejar sin nada a los otros. Una tierra que los ha negado.

sábado, 20 de julio de 2019

EL JARDÍN DE LA MEMORIA de Lea Vélez



Un libro que, aunque sometido al género, se escabulle airosamente al conformar, al pie de los hechos (si la expresión es tolerable), una remembranza amorosa, un álbum familiar, una suerte de conjuro para vivificar la pérdida. Y es varios libros, irremediablemente inconclusos, como estratos que se acoplan para diluir el dolor en la experiencia común: la narración de los últimos meses de su marido enfermo de cáncer, a partir del día en que compra un certificado de defunción; su entusiasta investigación, que podría acabar en guion o novela, del republicano Francesc Boix, que fotografió el horror de Mauthausen y testificó ante el tribunal de Núremberg; y el rescate de una correspondencia familiar, de encantadora ternura, propiciada por la leucemia de Stephen, hermano del marido, que moriría siendo un niño en los años cincuenta. La aparente dispersión conforma una unidad de resistencia. En la figura de Boix, la autora apela a “algo aún peor que lo que nos está pasando”, y con la recuperación de las cartas ensaya el fervor testimonial en que quiere convertir el libro que el lector tiene en las manos. Lea Vélez no se decanta por el dolor (que quema, no obstante, los bordes de las páginas) y se sobrepone con compasiva ironía: “Ser testigo de una tragedia no es noble. Igual que no hay nobleza en ser víctima de una tragedia”.
A la vez mortuorio y radiante, El jardín de la memoria aporta en su gravedad un cálido aire de simpatía que cabe atribuir al temple de la autora, que así enfrenta la desgracia con una táctica que la muerte no puede proscribir.


sábado, 13 de julio de 2019

EL AMOR DEL REVÉS de Luisgé Martín




Texto fundamentalmente memorialístico en el que Luisgé Martín (Madrid, 1962) pone en juego sus abundantes recursos narrativos, El amor del revés es la historia de la asunción por parte del autor de su condición homosexual en una España a la que, cronología en mano, se le debería suponer un aperturismo contrastable: es 1977, “a los quince años de edad”, cuando el narrador alcanza conciencia plena de su sexualidad.
Son los años ochenta cuando da sus primeros pasos decididos en el mundo gay, entonces clandestino y todavía confuso. Por lo tanto, y de un modo casi exclusivo, hablamos de una vida privada desarrollada en democracia; el libro demuestra hasta qué punto es precaria la capacidad de ese enunciado meramente institucional para operar de un modo inmediato sobre viejas estructuras culturales. Y por otra parte, incluso aunque El amor del revés se cierre con una irónica reivindicación del “pesimismo narrativo” (“ningún final es feliz: si es feliz, no es todavía el final”), no es menos cierto que también contribuye a un balance que, con todo, es positivo: el narrador de este libro se despide de nosotros siendo un hombre casado y con un esperanzador número de deudas personales y colectivas saldadas.
Estas memorias llegan precedidas y envueltas en una aureola de confesionalidad descarnada, honesta, estremecedora (dice la cintilla publicitaria). ¿Lo son? Honestas, absolutamente. Estremecedoras, también: las implicaciones sociológicas tanto del relato externo (un país conservador) como interno (un chico de clase media interioriza miedos y prejuicios cuya peor característica es la falta de imaginación; los combate sin lograr nunca una victoria definitiva) logran perturbar al lector. Y descarnadas, sin duda. Si hay prosas colosales que se construyen en torno a la voluntad de eludir un secreto íntimo, y pienso en el ejemplo de Kierkegaard, que paradójicamente es citado aquí. El caso de El amor del revés es el contrario, como es preceptivo en la literatura de los últimos años: hacer emerger todo secreto. Sin embargo, la peripecia vital de este narrador no resulta particularmente sórdida ni extrema. La sordidez, y con ella el dolor, surgen de comprobar las dificultades que un rostro cotidiano de la normalidad como es la homosexualidad ha tenido que afrontar para ser reconocida como tal.

domingo, 7 de julio de 2019

UNA HABITACIÓN AJENA de Alicia Giménez Barlett



Una habitación ajena (Belacqua, 1997) es el título de la novela en que Alicia Giménez Barlett noveló la conflictiva relación de Virginia Woolf con su criada, Nelly Boxall, que estuvo a su servicio casi veinte años. Sirviéndose de los diarios de la escritora, Giménez Barlett introduce la perspectiva de clase para hurgar en el alcance tan distinto que para criada y señora tenía el concepto de “habitación propia”.
No olvidemos a qué aparecía ligada la reclamación de Virginia Woolf: “Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”, escribe al comienzo de su célebre ensayo.
Dinero. Qué pocas veces se recuerda esta condición, que Woolf pone por delante de la de una habitación propia.
Por otro lado, Woolf no tenía hijos. Tampoco los tuvo Kafka, quien padecía la vida familiar de forma muy distinta a la de Mann. De 1911 es su apunte titulado “Barullo”, en el que escribe: “Estoy sentado en mi habitación, en el cuartel general del ruido de toda la casa. Oigo golpear todas las puertas, cuyo estrépito sólo me ahorra los pasos de quienes se mueven entre ellas, oigo incluso el golpe seco de la puerta del horno de la cocina. Mi padre irrumpe por las puertas de mi habitación y pasa envuelto en una bata que lo sigue a rastras; en la estufa de la habitación contigua alguien rasca las cenizas […] Alguien abre el cerrojo de la puerta principal, que hace un ruido como de garganta acatarrada y luego se abre como un canto de voz femenina y se cierra por último con un tirón sordo y viril, que es lo más despiadado de todo. Mi padre se ha marchado, ahora empieza un ruido más tierno, más disperso, más carente de esperanza dirigido por las voces de los dos canarios. Ya me había preguntado antes, y el canto de los canarios vuelve a recordármelo, si no debería dejar la puerta levemente entreabierta, arrastrarme como una serpiente hasta la habitación contigua y, una vez allí, pedir desde el suelo a mis hermanas y a su criada que se callen”.