Esta nueva novela de Vicente Molina Foix se halla tan impregnada
de recuerdos y experiencias personales, tan nutrida de elementos cronísticos
que resulta a veces problemático deslindar la ficción inventada de la realidad
y sus diversos estratos de transformación artística. Si atendemos al fondo del
asunto, nos hallamos una vez más ante la reconstrucción de una larga etapa de
la historia española, entre 1929 y 1999, si bien la novedad más llamativa
reside en el hecho de que la historia se erige fragmentariamente, a base de
yuxtaponer casos concretos centrados en distintos personajes -activistas
políticos, policías, delatores, cineastas, estudiantes, etc.- cuyas
circunstancias se narran en una serie de cartas que diversos corresponsales se
dirigen y cuyas informaciones permiten al lector recomponer sin demasiado
esfuerzo las vidas evocadas y el entorno histórico y social en que transcurren.
Numerosas cartas y varios informes policiales forman el
entramado verbal de El
abrecartas. Personajes de ficción se mezclan con individuos reales,
como Vicente Aleixandre o el cineasta Antonio Maenza, e incluso el autor
aparece fugazmente mencionado, junto a algunos compañeros, en un par de
ocasiones. Hay, pues, seres reales que actúan, que reciben y contestan cartas
-como Aleixandre-, junto a personajes que a veces parecen encubrir a personas
existentes y que invitarán tal vez a ciertos lectores a considerar El abrecartas como una
novela en clave, de ésas cuyo principal aliciente suele ser el rastreo de las
identidades que se ocultan bajo nombres ficticios, es decir, algo sin demasiado
interés literario. Como obras en clave han sido leídas con frecuencia muchas
obras, desde las églogas de
Garcilaso o la Diana de
Montemayor hasta Troteras y
danzaderas, de Pérez de Ayala, o El Giocondo, de Francisco Umbral.
Al margen de todo ello, el riesgo que había en el planteamiento
de El abrecartas tenía
una doble vertiente: la proporción de los componentes y la variedad
estilística. En cuanto a lo primero, hay que reconocer que existen numerosos
desequilibrios entre unas y otras historias, tanto por su extensión como por su
intensidad. La de Rafael González Sanahuja, o la de Alfonso Enríquez y Manuela,
se hallan muy por encima del relato de las disidencias universitarias -que
repite demasiado al Molina Foix de La
quincena soviética– o de los episodios relativos a los jóvenes
vanguardistas que narra Francis en sus cartas a Begoña, por interesante que sea
la figura de Maenza, muy bien perfilada. En cuanto la novela de Molina se
acerca decidida y abiertamente a la realidad sin apenas disfrazarla, sin
trascenderla (como supo hacer Valle-Inclán, por ejemplo, en las novelas
del Ruedo ibérico);
en cuanto se reviste de crónica, en suma, se mantiene en la superficie e incluso
cae en la trivialidad y en lo consabido. Alza el vuelo, en cambio, las pocas
veces en que la ficción domina. Por otra parte, los epistológrafos son tan
distintos por su edad, su formación y sus intereses, que sus cartas exigían un
tratamiento literario más diferenciado. En cambio, su estilo es demasiado
parecido. No basta apoyar la verosimilitud de cartas y escritos acudiendo a
ciertos artificios externos, como las palabras tachadas o las apostillas
manuscritas al margen. Destacan, por su rigurosa elaboración idiomática, los
informes policiales, en los que, sin embargo, también se ha hecho uso de
material ya existente. Así, la carta en que el gallego Douze se ofrece como
delator (págs 59-60) reproduce con fidelidad un documento aireado hace años y atribuido
a un conocidísimo escritor.
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