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sábado, 11 de enero de 2020

EL ABRECARTAS de Vicente Molina Foix



Esta nueva novela de Vicente Molina Foix se halla tan impregnada de recuerdos y experiencias personales, tan nutrida de elementos cronísticos que resulta a veces problemático deslindar la ficción inventada de la realidad y sus diversos estratos de transformación artística. Si atendemos al fondo del asunto, nos hallamos una vez más ante la reconstrucción de una larga etapa de la historia española, entre 1929 y 1999, si bien la novedad más llamativa reside en el hecho de que la historia se erige fragmentariamente, a base de yuxtaponer casos concretos centrados en distintos personajes -activistas políticos, policías, delatores, cineastas, estudiantes, etc.- cuyas circunstancias se narran en una serie de cartas que diversos corresponsales se dirigen y cuyas informaciones permiten al lector recomponer sin demasiado esfuerzo las vidas evocadas y el entorno histórico y social en que transcurren.
Numerosas cartas y varios informes policiales forman el entramado verbal de El abrecartas. Personajes de ficción se mezclan con individuos reales, como Vicente Aleixandre o el cineasta Antonio Maenza, e incluso el autor aparece fugazmente mencionado, junto a algunos compañeros, en un par de ocasiones. Hay, pues, seres reales que actúan, que reciben y contestan cartas -como Aleixandre-, junto a personajes que a veces parecen encubrir a personas existentes y que invitarán tal vez a ciertos lectores a considerar El abrecartas como una novela en clave, de ésas cuyo principal aliciente suele ser el rastreo de las identidades que se ocultan bajo nombres ficticios, es decir, algo sin demasiado interés literario. Como obras en clave han sido leídas con frecuencia muchas obras, desde las églogas de Garcilaso o la Diana de Montemayor hasta Troteras y danzaderas, de Pérez de Ayala, o El Giocondo, de Francisco Umbral.
Al margen de todo ello, el riesgo que había en el planteamiento de El abrecartas tenía una doble vertiente: la proporción de los componentes y la variedad estilística. En cuanto a lo primero, hay que reconocer que existen numerosos desequilibrios entre unas y otras historias, tanto por su extensión como por su intensidad. La de Rafael González Sanahuja, o la de Alfonso Enríquez y Manuela, se hallan muy por encima del relato de las disidencias universitarias -que repite demasiado al Molina Foix de La quincena soviética– o de los episodios relativos a los jóvenes vanguardistas que narra Francis en sus cartas a Begoña, por interesante que sea la figura de Maenza, muy bien perfilada. En cuanto la novela de Molina se acerca decidida y abiertamente a la realidad sin apenas disfrazarla, sin trascenderla (como supo hacer Valle-Inclán, por ejemplo, en las novelas del Ruedo ibérico); en cuanto se reviste de crónica, en suma, se mantiene en la superficie e incluso cae en la trivialidad y en lo consabido. Alza el vuelo, en cambio, las pocas veces en que la ficción domina. Por otra parte, los epistológrafos son tan distintos por su edad, su formación y sus intereses, que sus cartas exigían un tratamiento literario más diferenciado. En cambio, su estilo es demasiado parecido. No basta apoyar la verosimilitud de cartas y escritos acudiendo a ciertos artificios externos, como las palabras tachadas o las apostillas manuscritas al margen. Destacan, por su rigurosa elaboración idiomática, los informes policiales, en los que, sin embargo, también se ha hecho uso de material ya existente. Así, la carta en que el gallego Douze se ofrece como delator (págs 59-60) reproduce con fidelidad un documento aireado hace años y atribuido a un conocidísimo escritor.


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