Poniatowska posee un estilo de enorme calidad poética, pero sin
esa tendencia al lirismo gratuito que resulta tan irritante en los imitadores
de García Márquez. Nos deslumbra desde las primeras páginas, cuando compara un
plato de avena con el lago Windermere. Desde niña, Leonora es rebelde y
fantasiosa. Su resistencia a comerse la sopa se deshace cuando su niñera le
asegura que tiene ante los ojos el lago más grande y hermoso de Inglaterra. La
imaginación de Leonora hará el resto: escucha el sonido del agua y descubre la
cresta de las olas avanzando hacia la orilla. Leonora no muestra mucho interés
por pertenecer al género humano. Preferiría ser un caballo o un delfín.
Embriagada de vida, experimenta visiones y no oculta su antipatía hacia su
padre, donde aprecia la arrogancia del poder. La rebelión contra el Padre no se
agotará con la ruptura de los vínculos familiares. Su breve paso por un
internado de monjas no apaciguará su ansia de libertad. Expulsada del colegio,
su padre ordena quemar a Tártaro, un balancín con forma de caballo. Mientras
arde, Leonora grita: “No es un juguete. Tártaro soy yo”. Años más tarde, la pintura de Ernst le
enseñará que la realidad es una trama de analogías. Todo está enlazado, todo se
transforma, la identidad es una impostura. Leonora descubrirá el inconsciente,
el psicoanálisis, el erotismo. Ernst le sugiere que pinte
lo imposible y ejerce de Pigmalión. Se convierten en amantes, pese a los 26
años de diferencia. En su romance, Leonora no establece ningún límite racional.
Ambos han roto con la burguesía y sólo creen en la libertad. La guerra
introduce un elemento imprevisto, separándolos. Leonora enloquece y acaba en un
hospital psiquiátrico de Santander. Su fuga adquiere un carácter
fantasmagórico. Leonora cree que puede matar a Hitler con su imaginación.
Cuando se reencuentre con Ernst, se ha casado con Peggy Guggenheim.
La experiencia del exilio marcará un cambio de rumbo en su
concepción de la pintura. “Tengo que borrar todo lo aprendido y eliminar las
viejas fórmulas”. Leonora se reinventa como artista y empieza a fantasear con
la muerte. Sueña con su propio cadáver, pero no se deja seducir por el
suicidio: “Jamás pensaría en matarme. Tengo demasiada curiosidad por lo que va
a suceder mañana”. Como pintora no se desvía de sus visiones infantiles. Las
gacelas se transforman en centauros, las serpientes bailan alrededor del árbol
del Bien y del Mal. La vejez no ha menoscabado su rebeldía ni su creatividad.
Aún se siente diferente, espantosamente incomprendida. Su estancia en Nueva
York y México significó nuevas relaciones, nuevos afectos, pero la infancia
sigue actuando como fuente de inspiración. Leonora aún cree posible escapar del
mundo a lomos de un gigantesco pez. Al igual que Canetti, no le molesta la idea
de la inmortalidad. Tal vez nos sorprenda a todos con un último gesto de
desobediencia. Tal vez
Leonora siga aquí, cuando todos hayamos desaparecido. Será el último capítulo
de un libro que no podremos leer.
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