Catedrales, la última novela
de Claudia Piñeiro, nos interpela como sociedad. Nos obliga a
detenernos y reflexionar. El texto exige no ser indiferentes. Ateos o
cristianos, como está planteado en el conflicto al que nos somete la escritora,
obliga que al leer “siempre”, la última palabra del libro,
reflexionemos sobre nuestra posición ante un tema central que desde hace
décadas debate la sociedad: el aborto, una palabra que, como sostiene la autora
a través de sus personajes, estaba prohibida de mencionar en las familias más
conservadoras -y no tanto- del país.
Perejil, sondas,
agujas de tejer, gusanos, condiciones antihigiénicas, septicemia, infección,
sangrado, anemia, hemorragia, urgencia, quirófano, síndrome de Mondor, muerte.
Eran palabras, frases, recortes de desgracias ajenas que escuchaba a diario de
boca de anestesistas, parteras, obstetras, ginecólogos, instrumentadoras y
enfermeras. Piñeiro hoy las devuelve con la fuerza de látigo a la memoria.
Catedrales parece encuadrar
en una sórdida historia policial. El hallazgo, 30 años atrás, del
cuerpo de una jovencita descuartizado, quemado y descartado en un basural de
Adrogué, y el autor de semejante atrocidad libre, -como el de muchas mujeres
asesinadas y que llegaron a aparecer hasta en valijas-, por impericia o
corrupción de jueces, fiscales y detectives.
El fracaso de la
iniciativa, de la cual Piñeiro es una ferviente militante, empujó una vez más a
esas mujeres -como se describe de forma desgarradora en Catedrales-
a la ruleta rusa de una pocilga clandestina, donde lo más probable es que a las
horas muera por una infección generalizada.
Las comadronas de
sondas y agujas de tejer siguen abundando. Y se multiplican gracias a la
complicidad de las autoridades locales, como policías y punteros que son cómplices
de esos asesinatos. Aunque, tal como están redactadas las leyes hoy en día,
para los jueces la principal delincuente es la víctima. Y esto también está
plasmado en la novela.