Sebastián Urrutia Lacroix,
sacerdote del Opus Dei, crítico literario y poeta mediocre, revisa su vida en
una noche de fiebre alta en la que cree que va a morir. Y en su delirio febril
van apareciendo Jünger y un pintor guatemalteco que se deja morir de inanición
en el París de 1943, un Pinochet al que el protagonista da clases de marxismo,
el ya anciano pope de la crítica nacional, una misteriosa mujer en cuya casa se
reúne lo más granado de la literatura chilena& , todo ello mientras en las
calles de Santiago impera el toque de queda. Una novela escalofriante,
imprescindible.
El viejo Sebastián Urrutia
Lacroix, un sacerdote que ama la literatura (que ama zaherirla, todo hay que
decirlo, puesto que su amor es el del enfermo y el de la crítica), agonizante y
viéndose morir, hace examen de conciencia y escribe algo parecido a unas
memorias apoyado en un codo. En realidad se trata de una serie de pinceladas en
donde destaca quizás lo más significativo de su turbulento pasado: el que va
ligado a la comunión del arte y la represión en un dualismo irreconciliable y,
no obstante, necesitados el uno del otro (por cuanto toda supervivencia
necesita de antagónicos).
Uno se enfrenta a Nocturno
de Chile con algo de
reverencia, la cerviz ligeramente inclinada y los ojos mirando al suelo.
También con la neblina que empantana la mirada, porque a estas alturas se sabe
que Roberto Bolaño era un depredador del sueño, de los demonios que acechan lo
más profundo del alma. En realidad era poeta, y con esto me ahorro muchas palabras.
Nocturno de
Chile es ante todo la punta de un iceberg en donde
todo queda oculto, pero cuyo tamaño real se sospecha colosal, como si tras las
palabras que componen el texto hubiera una fuerza desconocida que tuviera vida
propia y que transformara cada nueva lectura en algo diferente y cada vez más
aterrador.
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