Hay estupor y tristeza al
enterarse en una tarde de sábado silencioso de agosto que acaba de morir Rafael
Chirbes. A uno le cuesta todavía pensar que la muerte pueda llevarse así a
personas que conoce y que son más o menos de su edad, a las que ha visto
hacerse al mismo tiempo que se hacía uno, dedicarse al mismo oficio, ir
escribiendo libros a lo largo de los años. De todos los que empezábamos a
publicar novelas hacia finales de los ochenta, Rafael Chirbes era el que tuvo
desde el principio una vocación más recta, una presencia literaria y personal
más invariable. Otros tanteábamos posibilidades narrativas diversas, incluso a
veces impostábamos la voz, llevados por un impulso de búsqueda que podía estar
contaminado por la moda, por los aires de época. Rafael Chirbes, desde que
irrumpió conMimoun, adoptó
una manera de escribir y de estar en el mundo que resaltaba doblemente por su
integridad y su discreción. La memoria literaria es tan corta en España como la
política, de modo que no hay nada más fácil que inventarse pasados a la medida
de las conveniencias del presente. Por eso habrá que recordar que el Rafael
Chirbes que tuvo tanto y tan merecido éxito con las novelas testimoniales de
los últimos años venía ejercitando las mismas convicciones estétivas desde unos
tiempos, no tan lejanos, en los que podían provocar indiferencia y hasta
desdén.
Antonio Muños Molina
Ana le cuenta a su hijo
fragmentos de una vida de pequeñas miserias con las que se han tejido las
relaciones personales y familiares. El autor renuncia a narrar los grandes
acontecimientos históricos para poner su foco de atención en lo íntimo y
cotidiano, en las vidas de unos personajes heridos por la traición y la
deslealtad. La buena letra se convierte en deudora de la concepción balzaquiana
según la cual la novela es la historia privada de las naciones y descubre los
mecanismos que funcionan como silencioso motor de la historia, en cuyo devenir
toda generación se levanta sobre las cenizas de otra y cada vez que el poder
cambia de manos lo hace bajo el signo de la traición y de un sufrimiento que,
siendo inútil, es también una forma descarnada de lucidez.
Acaba de morir un grande de las letras, de las buenas letras.
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