Hay un momento en que el taladro rompe la pared, y el
joven profesor de literatura es despedido del colegio de monjas, y la
empresaria modelo y perfecta casada ve cómo su fábrica se derrumba y su marido
la deja: la economía va mal. El novelista de crímenes Jean-Patrick Manchette
consideraba a la novela negra parte del realismo crítico, pero ahora el
realismo crítico en general se vuelve novela negra. En la novela negra, según
Manchette, no cabe otro personaje positivo que el detective, y en Hombres
desnudos, de Alicia Giménez Bartlett,
no hay detective, no está la comisaria Petra Delicado, aunque quizá haya
crímenes: la quiebra económica se ha convertido en un estado de ánimo de
inevitable siniestro total.
Javier, el profesor, cambia el aula por la cola del
paro, el club de estriptis, el servicio sexual para señoras. “¿Qué es esto, La metamorfosis de Kafka? Un día te levantas y en vez de tener al lado
a tu pareja tienes un bicho”, dice su novia. Eso es el paro: todos empiezan a
ver con otros ojos al desempleado, incluso él mismo, en peligro de demolición
como el cesante de Galdós en Miau. La millonaria en dificultades, Irene, lo que no le
perdonará al marido-rata no es que huya del barco con una rata mucho más joven
que ella: “Seré incapaz de perdonarle que haya hecho de mí otra mujer”. Porque
un matrimonio disuelto significa que quien parecía equilibrado es todo lo
contrario. Irene se transforma en otra: descubre a los chicos de alterne.
Alicia Giménez Barlett ha mezclado en un tubo de ensayo el
caso del profesor despedido y
el caso de la mujer abandonada, y ha añadido un reactivo: el crash económico. Lo que parecían vidas o líneas paralelas se
revelan líneas convergentes que juntarán dos intermediarios, dos ángeles: un
imprevisto amigo de Javier, Iván, con nombre de zar terrible, sensibilidad de
bajos fondos e inteligencia y humor en estado bruto, que no entiende los
remordimientos desesperados del estudiante asesino de Crimen y castigo y piensa que la dignidad es cuestión de dinero, no de
trabajo; y Genoveva, cincuentona princesa de la diversión, “mujer sin ataduras”
que plantó a su marido por “un chaval carne de gimnasio, guapo, joven y cutre”.
Iván el pobre y Genoveva la rica comparten un modismo: “Siempre he ido a mi
bola”.
Hombres desnudos fluye
sobre cuatro conciencias que se cruzan, antagónicas entre sí, en primera
persona, mientras la autora permanece a un lado, espectadora imparcial y
sonriente de la comedia que está montando: si el cuadro de costumbres se
ennegrece, el humor ilumina la negrura hasta que la violencia soterrada irrumpe
como fulminantes pasos de danza. El profesor estríper ve a la millonaria
“perturbada, la persona más desagradable, arisca como una alimaña”, pero añade:
“Me gusta y sé que puede ser fatal como un veneno”. La millonaria fatal, Irene,
corrige al profesor de literatura a propósito de La Celestina: no son el sexo y el deseo lo importante, sino las
diferencias sociales entre los nobles amantes y la chusma, que usa la pasión
como arma para aprovecharse de los poderosos. “La relación con Javier es como
un experimento sociológico (…). Me hallo instalada en el exceso, en la
anarquía. Soy feliz así”, dice en su soberanía, como si fuera discípula de
Georges Bataille.
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