Una
obra completa son todos sus libros y a la vez un único poema: el que todo poeta
siempre está escribiendo y que nunca acaba de terminar. Para los simbolistas el
libro era más importante que el poema; para Margarit, no: para él, la poesía es «la complejidad de fondo»
del poema. De ahí que los mejores suyos tengan la compacta solidez de los
antiguos epigramas y que, por eso mismo, recuerden tanto la estructura del
soneto; de un soneto que él ha cultivado, pero que se ha permitido
metamorfosear dirigiéndolo o hacia sus orígenes –el epigrama– o hacia su
desarrollo –la elegía–, que son los cauces por los que su escritura suele
transitar.
La poesía para él es, sobre todo,
subjetividad, pero también y, en grado no menor, enigma y misterio. Y la
combinación de ambos elementos produce lo que este autor más busca: la
intensidad, que, en su caso, surge de un profundo análisis de la contingencia y
de una aceptación de la realidad, porque, para él, como para el Pedro Salinas
de «Lo que queremos nos quiere aunque no quiera querernos», también «es amor /
aquello que parece hostil».
Margarit capta lo trascendente que hay en lo
cotidiano. Por eso el estilo y tono que prefiere es el propio de la lengua coloquial,
rasgo este que lo acerca a Hardy y Larkin más que a Eliot y Auden, y sobre el
que pivota lo que él mismo ha denominado «una inteligencia sentimental» que, en
no pocas ocasiones, se aproxima mucho a lo que los latinos entendían como consolatio. Lo que explica también su serenidad y la
ausencia en él tanto de histrionismo como de trucos y aparato, porque lo que el
lector tiene delante es una instancia de discurso lírico que no renuncia ni a
lo civil ni a lo moral, y que no pocas veces los conjuga con excelentes
resultados en poemas verdaderamente memorables.
Como todos los poetas que
de verdad lo son, Margarit no tiene temas sino obsesiones que son, más que los rasgos de su estilo,
lo que le confiere climática unidad y que produce en el lector una hospitalaria sensación de amparo. No me refiero
sólo a sus versos de ámbito doméstico, íntimo y familiar, en cuyo tratamiento
lírico ha ido más lejos que nadie, sino a esas continuas inmersiones en Homero,
los personajes de la Ilíada, los
intérpretes de jazz, determinadas áreas de la
música y del cine de
posguerra, espacios y paisajes de la Cataluña urbana y rural, la isla del
tesoro a la que nunca ha renunciado, los viajes en barco y en tren, las
ciudades y los hospitales que constituyen su materia prima, que él somete a una
honesta y despiadada reflexión, visible en sus perfectos versos gnómicos («La
ironía es el sentido común de la derrota»), en los que consigue que las
palabras no coincidan con el «infierno de su significado»