Las sillitas rojas,
la sobrecogedora y audazmente imaginada nueva novela de Edna O'Brien (Tuamgraney,
Irlanda, 1930) es tanto una exploración de los temas de la vida provinciana
irlandesa desde la perspectiva de las chicas y las mujeres como un cambio de
rumbo radical, una obra de historia alternativa en la que la devastación de un
país desgarrado por la guerra irrumpe en la “inocencia primaria,
perdida en la mayor parte del mundo” de la Irlanda rural.
Además del alabado talento de la autora para el
lirismo y la precisión mimética, la obra contiene una inquietante clarividencia
fabuladora que evoca a Kafka más
que a Joyce, mientras que su retrato del psicópata Vladimir Dragan
recuerda al Nabokov más oscuro, menos lúdico. Por si acaso no reconocemos
de inmediato al siniestro “doctor Vladimir Dragan de Montenegro”, la escritora
incluye como epígrafe este conmovedor pasaje: “El 6 de abril de 2012, para
conmemorar el 20° aniversario del comienzo del sitio de Sarajevo por parte de
las fuerzas serbobosnias, se dispusieron 11.541 sillas rojas en fila a lo largo
de los 800 metros de la calle principal de Sarajevo. Una silla vacía por cada
sarajevés muerto durante los 1.425 días de asedio. Seiscientas cuarenta y tres
sillitas representaban a los niños muertos por los francotiradores y la
artillería pesada disparada desde las montañas de los alrededores”.
Como un personaje de un malévolo cuento de hadas
irlandés, un misterioso desconocido se presenta un día, aparentemente de la
nada, en la orilla de un turbulento río del oeste de Irlanda, en un “gélido
brazo que pasa por un pueblo al que llaman Cloonoila”. El forastero se queda
“hipnotizado” por el “júbilo frenético” de las ensordecedoras aguas. Los
crédulos habitantes de Cloonoila no tardan en sucumbir uno por uno al hechizo
de Dragan, un supuesto poeta, exiliado, visionario, “sanador y
terapeuta sexual”.
A uno de ellos le parece un “hombre santo con barba y
pelo blancos que lleva un largo abrigo negro”, con un aire tan sacerdotal que
invita a “hacer una genuflexión”. Para otro es una figura que invita a la
esperanza: “A lo mejor traerá u poco de romanticismo a nuestras vidas”. El
maestro del pueblo sospecha de él, e insinúa que el desconocido podría ser una
especie de “Rasputín”, otro infame “sanador y visionario”, pero
nadie quiere escucharlo. Al principio, el padre Damián, el joven cura católico,
recela del doctor Vlad solo porque el forastero representa una amenaza para la
autoridad de la Iglesia y porque se ha anunciado a sí mismo como un terapeuta
sexual: “Este es un país católico, la castidad es nuestro mandamiento número
uno”. Los retratos que hace la autora de los curas irlandeses rara vez son
halagadores, y el padre Damián es una fuente de tópicos y retórica vacía: “Ya
sabéis”, dice a los lugareños, “que mucha gente siente un vacío en sus vidas”,
“Los matrimonios pierden la chispa”, “Las citas por Internet, la desnudez… las
cosas que he oído en confesión”. Pero el supuesto líder espiritual de la
comunidad cae en las redes del doctor Vlad como los demás.
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