Una de las características por las cuales Lucia Berlin es tan
valiosa es su don para evocar la dulzura y la franqueza de las jóvenes que se
enamoran (uno piensa que una buena esposa es la que tiende a su
marido la taza de café con el asa hacia él, mientras ella la sostiene por el
lado caliente) y, a continuación, atraparlas en el momento en que las cosas
empiezan a cambiar, cuando los árboles de su ser se ven obligados a criar
corteza.
Las mujeres de Berlin son impulsivas, avanzan a saltos; van en pos
del salvajismo y el éxtasis. Quieren partir a sus hombres como a un cangrejo y
arrancarles la carne. Tienen abierto cada poro de su ser. Quieren, en palabras
de Elizabeth Hardwick, “amor, alcohol y la ropa por el suelo”. Pero los hombres no hablan con ellas, o siempre
están fuera, trabajando, o son adictos a la heroína. Sus
mujeres, cansadas de los desencuentros cotidianos, aprenden a arreglárselas
solas.
Berlin es divertida a hurtadillas. En el peor
momento de la vida de una mujer, con la policía a la mesa del comedor, una
cabra y un poni asoman la cabeza por la ventana abierta, como saludando. La
autora cuenta que había un gato al que le gustaba descolgar el teléfono para
poder oír la voz que decía que el teléfono estaba descolgado. Una y otra vez
repite que es imposible que alguien que se llame Cokie -supongo que alude a
Cokie Roberts, célebre periodista norteamericana de la época- sea una persona
de clase media de Ohio.
Las madres de Berlin les cantan a sus hijos “Texarkana Baby” y
“The Red River Valley”. A veces los sonidos envuelven al lector. En un relato
titulado “Sombra”, la autora dice: “La música llegaba de todas partes. No eran
transistores caminando por las calles de una ciudad, sino mariachis lejanos, un
bolero en la radio de una cocina, el silbato de un afilador, un organillero,
los obreros que cantaban en un andamio”.
Probablemente, Berlin
se mereció el Premio Pulitzer. Sin lugar a dudas, sí
mereció -por tomar prestado el nombre de una canción de Waylon Jennings- el
Premio Wurlitzer por todas las monedas que ha introducido en nuestra máquina de
discos mental. La autora tiene un acceso instintivo a la manera en que la
música puede provocar y fortalecer.
“Hay cosas de las que la gente no quiere hablar”, afirma en un
relato titulado “Polvo al polvo”. “No me refiero a las difíciles, como el amor,
sino a las incómodas. Por ejemplo, que a veces los funerales son graciosos, o
lo emocionante que es ver cómo se quema un edificio”. Ella era capaz de escribir con belleza de
las cosas difíciles y de las incómodas.
Nada le fue fácil. En una de las cartas recopiladas en Welcome Home, Berlin cuenta
una desagradable comida en 1960 con su agente, al que llama “maldito chulo”, y
un lujurioso editor de una gran editorial. La comida tuvo lugar en el hotel
Algonquin. Los hombres se emborracharon con bourbon. Al salir, el editor
susurra que Berlin es tan adorable como su estilo. Su agente añade, sin que el
editor pueda oírlo, “Lo tienes en el bote, cariño”. A Berlin eso la enfurece.
En la carta cuenta, “Estuve a punto de tirarlo de una patada a la maceta de la
palmera. La única
alternativa fue mandarlo al infierno, cosa no que no costó demasiado”. En
vida de Berlin, ni esta ni ninguna otra gran editorial publicaron su obra.
Ahora sí
No hay comentarios:
Publicar un comentario