Si despojásemos a Panza de burro de su ropaje de palabras (como si eso fuera posible) y la dejásemos en el esqueleto narrativo desnudo, correríamos el riesgo de subestimar esta novela. Decir, por ejemplo, que en realidad no cuenta casi nada: las pequeñas aventuras cotidianas de dos amigas (la narradora, de nombre desconocido, e Isora), en un barrio rural del norte de la isla de Tenerife a lo largo de un verano. Podríamos comparar la relación entre las dos amigas (la narradora, más tímida y parada; Isora, un torrente de energía y voluntad aunque con una corriente profunda de rebeldía y tristeza) con la creada por Elena Ferrante en su serie de novelas Dos amigas, por ejemplo; podríamos recordar otras muchas obras, películas o series que se desarrollan a lo largo de un verano y terminan cuando llega septiembre, u otras muchísimas que describen el final de la infancia, la pérdida de la inocencia, el despertar a la complejidad del mundo y a la sexualidad. Incluso podríamos hacer una referencia al (neo-)realismo o al naturalismo por el retrato del ambiente de pobreza en que se mueven los personajes, cierta tendencia a lo escatológico, o incluso por la reproducción del lenguaje coloquial y vulgar.
Pero nada de esto valdría de nada, porque, claro, es imposible e inútil separar una obra de su ropaje de palabras, y porque a partir de esos mimbres conocidos, Panza de burro se eleva (más allá de esas nubes bajas que aplastan a los personajes, se podría decir) hasta convertirse en una novela especial, cargada de belleza y sensibilidad, y sobre todo escrita con una voz narrativa particular y propia, brillante y luminosa.
Lo primero es la sensibilidad con la que el libro está escrito: resulta conmovedora la capacidad para crear poesía hasta en medio de, literalmente, la mierda; para indagar con delicadeza pero sin eufemismos en los pliegues de una amistad compleja y desigual, en el despertar a la sexualidad de las protagonistas (el deseo, la masturbación, las primeras experiencias compartidas) o en las desigualdades económicas y sociales del barrio y de la isla (el Sur como Eldorado al que vienen los turistas a dejar dinero y trabajo, las casas rurales para "estraneros"). Algunos capítulos de la novela, como "comerme a Isora" o "lo último que le queda a una" son pura poesía desatada, aunque en prosa; pero la misma poesía, mezclada con el humor y con la narración cruda aparece en todos los capítulos y en todas las frases del libro.
Y luego, el aspecto más comentado sobre la novela, su lenguaje, o mejor, su lengua, su dialecto, su habla: el español de Canarias, del norte de Tenerife, de dos niñas millenials que viven en un barrio del norte de Tenerife. Una voz libre, fresca y creíble que escribe como habla, con una oralidad que no suena impostada o artificial, que se nutre de la onomatopeya, del localismo, de las deformaciones fonéticas ("Sinson" por "Simpson", "méssinye" por "Messenger"), de los préstamos del inglés como shit o bitch, o de referencias culturales como las telenovelas, Corazón corazón o el grupo Aventura (que yo, como buen abuelete desfasado, no conocía). Es un lenguaje crudo y de apariencia espontánea (que sin duda tiene una buena carga de trabajo detrás), pero de una belleza y una fuerza innegables. Una voz tan original que a mí, como a la editora Sabina Urraca, también me ha dado envidia al leerla: me gustaría saber escribir así.
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