En una profesión de egos XL, la primera virtud de Ignacio
Martínez de Pisón (1960) es la ausencia de fatuidad al
contar su infancia y juventud y su honestidad al relatar su incorporación como
novelista a la cultura de la Transición que se configuró durante los ochenta.
Es la humildad como virtud ética y como rasgo definitorio de la autenticidad de
su narrador autobiográfico, incluso de su prosa siempre civilizada. “La mía ha
sido una vida pequeña”. Pisón explica su peripecia sincronizada con la
evolución del país. Nada parece extraordinario, él como tantos. De alguna
manera, sin atisbo de automitificación, el autor de las excelentes Enterrar
a los muertos o Castillos de fuego se presenta
en Ropa de casa como un hijo de su tiempo, que es el de la
transformación modernizadora de España para dejar de ser un país atrasado.
“Vivíamos en un mundo viejo, pero el futuro estaba a la vuelta de la esquina”,
dice de sus primeros años en Logroño. El piso en Zaragoza también revela la
llegada de los nuevos tiempos. Se instalaron en “una calle de nueva
construcción, con edificios de doce o catorce pisos, lo más parecido a un
rascacielos que había en la ciudad”.
Tenía que crecer como persona para poder crecer como
escritor”. Los capítulos finales de estas memorias, al describir algunos viajes
o la estancia de unos escritores maños en su piso, ya evidencian que
descubriría cómo contar la vivido para que fuese literatura. Su relato acaba en
1992. “Habíamos pasado de ser hijos a ser padres, y ahora dejábamos de ser
inquilinos para ser propietarios”. Acababa la juventud y un período de la
historia de este país.
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