1963: un abogado amanece muerto en un hotel, en la gran
Granada gris del año de la inundación, y los suicidas le irán arrebatando a la
policía el monopolio de la muerte violenta. Si la realidad fuera menos real que
cinematográfica, se hablaría del caso de los solteros suicidas. ¿Cómo lo ve
desde sus gafas de trece dioptrías el viejo comisario Polo, ingeniero de
telecomunicaciones, visionario de la vigilancia, profeta del espionaje
televisual y telefónico? Hombre de bien, saluda la futura transformación del
Estado Policía en Sociedad Policía. Queriendo saberlo todo, sabe que a partir
de cierto límite es mejor creer que averiguar, e indaga en unas muertes que de
ningún modo pueden ser asesinatos: el jefe del Estado y su carrusel de jerarcas
están a punto de desembarcar en la provincia inundada. Hay dos mujeres. Hay dos
amigos íntimos, pertenecientes a lo que el más ocurrente de los dos llama el
círculo homosexual: el mundo de un solo sexo, exclusivamente masculino y
patriarcal, de quienes dirigen la ciudad críptica. Son los años felices de la
angloamericanización electrónica y la conquista soviético-americana del
espacio, el pinball y el jukebox, el origen del futuro, y los garantes de la
Ley no dudan en utilizar el crimen para salvaguardar el orden.
En Gran Granada, Navarro vuelve a sus temas preferidos:
la relación hijo-padre (en esta novela hija, y una frase paradigmática de un
personaje: “No me gustan los padres, no quiero ser padre de nadie”), la
sinuosidad moral, la fascinación por los obscuros pasados, las líneas de sombra
que se ciernen como una maldición sobre la realidad (histórica y personal). Así
tenemos un comisario, un oculista (llamado Federico) que tiene que disimular su
condición sexual manteniendo un noviazgo con la bibliotecaria, unos crímenes y
varias verdades que nunca lo parecen, pero que funcionan muy bien para que todo
siga igual. Justo Navarro ha escrito una novela soberbia. Por encima del género
que la sostiene. Y lo ha logrado en virtud de una lengua literaria
luminosamente viva e imaginativa. Una lengua literaria que lo hace todo. Desde
dibujar el perfil de ese ominoso gordo que tanto nos recuerda a los exóticos
malignos de Eric Ambler hasta la sobriedad y exactitud descriptiva de Clara,
esa bibliotecaria tan llena de vida sin vivir.
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