Querelle de Brest fue publicada por primera vez en
el año 1947 con un tiraje limitado y acompañado por una serie de 29
ilustraciones del siempre polifacético Jean Cocteau. Tanto el libro como las
ilustraciones se editaron de forma anónima, por temor a las inevitables
reacciones que pudieran suscitarse entre sus lectores. La obra no volvería a
publicarse hasta el año 1953, y sólo lo haría tras pasar por una severa censura,
de la que ya no se libraría hasta varias décadas después. En el 1956, aquella
primera edición de la obra de Genet de casi diez años antes le valió un juicio
en el que se le acusaba de inmoralidad y se le amenazaba con el presidio y con
la imposición de una multa. A pesar de todo, Genet no volvió a ser ingresado en
prisión, y jamás pagó la multa.
Leer a Genet tiene algo de experiencia
mística. En él, mediante una suerte de solemnidad religiosa, lo más infame se
transfigura en bello, lo más brutal deviene poesía. Esta transformación, este
paso, aparentemente contradictorio, de lo terrenal a lo puro, es lo que
convierte su obra en una suerte de liturgia. Genet forjó una mitología
personal, un universo propio que mantendría a lo largo de su vida y su obra,
lleno de símbolos e imágenes de un culto muy particular.
Pero si su maestría no tiene límites, tampoco
parece tenerlos su inmoralidad: para él, el robo y el asesinato son hermosos,
la dominación ejerce sobre todos un efecto fascinador, y la traición deviene la
virtud suprema, la única capaz de purificar nuestras almas. El caso, no
obstante, es que nosotros mismos, embriagados por su prosa, llegamos a creer
también que, en el universo que abre Genet ante nuestros ojos (universo nuevo,
incitante, que nada tiene que ver con el que conocíamos), estos actos no sólo
son legítimos, sino incluso bellos.
Puede entenderse fácilmente,
atendiendo a la fuerza arrolladora de su poesía, la reacción que la obra de
Genet ocasionó en su tiempo. Querelle, acaso su libro más
explícito, fue un duro golpe para la sobria y austera moral de la posguerra.
Aún hoy, resulta difícil hacer una lectura moralmente objetiva de sus libros, y
no siempre recordamos que la perversión y la brutalidad que en ellos aparece no
dejan de ser una licencia poética del autor, no muy lejana por cierto de
aquellas que Baudelaire o Lautréamont se tomaron en su momento. La exigencia,
impuesta siempre por una lectura de tales características, de dejar de lado
todo prejuicio moral para ceñirse a lo puramente estético, puede convertirse en
el caso de Genet en un arduo ejercicio si no se parte de cierta predisposición
a ello. Y, a pesar de todo, no podemos dejar de sentir como su prosa, llena de
metáforas e imágenes, nos va envolviendo a medida que nos adentramos en la
lectura, embriagándonos, purificándonos de lo abyecto de cuanto se narra: he
aquí, precisamente, la grandeza de Genet.
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