Nacida en
1899, Carmen de Icaza se abrió paso en el mundo literario más o menos a la par
que escritoras como Rosa Chacel (1899), María Zambrano (1904) María Teresa León
(1904) o Mercé Rodoreda (1908). Compartía con éstas una sólida formación
cultural y literaria, realzada en su caso por una estancia en Berlín para
estudiar lenguas modernas y clásicas. En cambio difería radicalmente de ellas
en lo relativo al punto de mira o alcance de la ambición literaria, pues
mientras sus contemporáneas optaron por una obra de calidad que por lo
general tardó años en serles reconocida, Carmen de Icaza se decantó desde el
primer momento por la novela de amor y lujo, una vía de escape que se
acentuaría según se fueron deteriorando las condiciones de vida en los años
posteriores a la Guerra Civil.
La fuente enterrada (1947) era su cuarta novela y marcó un punto de inflexión importante en la producción de Carmen de Icaza, por aquel entonces una de las escritoras españolas más leídas y traducidas. Se diría que, al amparo de su destacada posición en el ranking de ventas, se hubiese propuesto elevar el listón y hacer una obra de más calidad, con personajes mejor perfilados y situaciones de una cierta complejidad y capaces de poner a prueba la fortaleza del tejido moral de quienes se veían inmersos en los sucesivos enredos. Ese plus de calidad le valió entonces entrar en las honestas bibliotecas de todas las honestísimas familias burguesas españolas.
Vista con la distancia de los cincuenta años transcurridos desde su publicación, y según se avanza en su lectura, La fuente enterrada provoca un creciente sentimiento de perplejidad en el lector que probablemente sea todavía aún más acentuado en el caso de las lectoras que sean la versión actual de aquellas mujeres que se identificaban con las protagonistas de esta clase de novelas y vivían como propios todos sus logros, amores, desamores y derrotas. Y digo perplejidad porque, al menos de entrada, resulta difícil imaginar que nadie se pueda identificar actualmente con Irene, una mujer cuyos valores supremos, aquello que pone en marcha unos sentimientos que le permiten sobrevivir a las peores ruindades y traiciones del amado son tales como el sacrificio, la entrega incondicional o la abnegación. Con el agravante de que todo ello se ejerce no como unas (por muy curiosas que sean ) vías hacia el placer propio y la autosatisfacción sino para uso y disfrute exclusivos del todopoderoso varón.