Sobre
la experiencia de la revolución cubana se ha debatido casi siempre en defensa
de posiciones extremas. A quemarropa. La razón dicta. La pasión ciega. Sólo la
emoción conmueve, porque la emoción es a fin de cuentas, la única razón de la
pasión […] Lo único imperdonable es el olvido.
Tarde o
temprano, los cubanos nos volveremos a encontrar, bajo la sombra isleña de una
nube. Hay que estar atentos: el toque de una clave se escucha de lejos.
Las
líneas anteriores se encuentran en el libro que Eliseo Alberto (Arroyo
Naranjo, La Habana 1951) escribió como un necesario ejercicio de desahogo para
expulsar, de lo más profundo de sus entrañas, el desasosiego que le causaba la
solicitud que le hicieran oficiales del ejército cubano para que informara
sobre las actividades que se desarrollaban en su casa.
Informar
era, en esta ocasión, la misión que se le encomendaba al entonces teniente de
reserva y militar activo “desde cualquier trinchera”.
Agentes
del apartado cubano de iteligencia –si se le puede llamar de esa manera–
le ordenaron mantenerlos informados de todo contacto con visitantes
extranjeros, independientemente de posturas políticas: “Estamos en guerra
contra el imperialismo yanqui […] La guerra es la guerra.
Necesitamos
que nos mantengas al tanto de lo que se habla en tu casa. Nunca se sabe dónde
va saltar la liebre. Es cosa de rutina. No te prohibimos relaciones con
extranjeros, como está ordenado, pero pedimos tu colaboración en esta tarea”.
Esas fueron las palabras que a Eliseo Alberto lo llenaron de pavor, como él
mismo lo confiesa.
La estructura de Informe
contra mí mismo es versátil, flexible, como debe ser cuando se
escribe desde el corazón y sin mezquindades. Como una especie de presentación
de lo que vendrá más adelante en la obra, en su prólogo van y vienen la
emociones, como van y vienen los sentimientos de odio-amor entre los cubanos de
la isla y los cubanos en el exilio; sincretismo de recuerdos y nostalgias
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