Un libro que, aunque
sometido al género, se escabulle airosamente al conformar, al pie de los hechos
(si la expresión es tolerable), una remembranza amorosa, un álbum familiar, una
suerte de conjuro para vivificar la pérdida. Y es varios libros, irremediablemente
inconclusos, como estratos que se acoplan para diluir el dolor en la
experiencia común: la narración de los últimos meses de su marido enfermo de
cáncer, a partir del día en que compra un certificado de defunción; su
entusiasta investigación, que podría acabar en guion o novela, del republicano
Francesc Boix, que fotografió el horror de Mauthausen y testificó ante el
tribunal de Núremberg; y el rescate de una correspondencia familiar, de
encantadora ternura, propiciada por la leucemia de Stephen, hermano del marido,
que moriría siendo un niño en los años cincuenta. La aparente dispersión
conforma una unidad de resistencia. En la figura de Boix, la autora apela a
“algo aún peor que lo que nos está pasando”, y con la recuperación de las
cartas ensaya el fervor testimonial en que quiere convertir el libro que el
lector tiene en las manos. Lea Vélez no se decanta por el dolor (que quema, no
obstante, los bordes de las páginas) y se sobrepone con compasiva ironía: “Ser
testigo de una tragedia no es noble. Igual que no hay nobleza en ser víctima de
una tragedia”.
A la vez mortuorio y
radiante, El jardín de la memoria aporta
en su gravedad un cálido aire de simpatía que cabe atribuir al temple de la
autora, que así enfrenta la desgracia con una táctica que la muerte no puede
proscribir.
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