Texto fundamentalmente memorialístico en el que Luisgé Martín (Madrid, 1962) pone en
juego sus abundantes recursos narrativos, El amor del
revés es la historia de la asunción por parte del autor de su
condición homosexual en una España a la que, cronología en mano,
se le debería suponer un aperturismo contrastable: es 1977, “a los quince años
de edad”, cuando el narrador alcanza conciencia plena de su sexualidad.
Son los años ochenta cuando da sus primeros pasos decididos en
el mundo gay, entonces clandestino y todavía confuso. Por lo tanto, y de un
modo casi exclusivo, hablamos de una vida privada desarrollada en democracia;
el libro demuestra hasta qué punto es precaria la capacidad de ese enunciado
meramente institucional para operar de un modo inmediato sobre viejas
estructuras culturales. Y por otra parte, incluso aunque El amor del revés se cierre
con una irónica reivindicación del “pesimismo narrativo” (“ningún final es feliz: si es feliz, no es
todavía el final”), no es menos cierto que también contribuye a
un balance que, con todo, es positivo: el narrador de este libro se despide de
nosotros siendo un hombre casado y con un esperanzador número de deudas
personales y colectivas saldadas.
Estas memorias llegan precedidas y envueltas en una aureola de
confesionalidad descarnada, honesta, estremecedora (dice la cintilla
publicitaria). ¿Lo son? Honestas, absolutamente. Estremecedoras, también: las
implicaciones sociológicas tanto del relato externo (un país conservador) como
interno (un chico de clase media interioriza miedos y prejuicios cuya peor
característica es la falta de imaginación; los combate sin lograr nunca una
victoria definitiva) logran perturbar al lector. Y descarnadas, sin duda. Si
hay prosas colosales que se construyen en torno a la voluntad de eludir un
secreto íntimo, y pienso en el ejemplo de Kierkegaard, que paradójicamente es
citado aquí. El caso de El
amor del revés es el contrario, como es preceptivo en la
literatura de los últimos años: hacer emerger todo secreto. Sin embargo, la peripecia vital de este narrador no
resulta particularmente sórdida ni extrema. La sordidez, y con
ella el dolor, surgen de comprobar las dificultades que un rostro cotidiano de
la normalidad como es la homosexualidad ha tenido que afrontar para ser
reconocida como tal.
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