Una habitación ajena (Belacqua, 1997) es el título
de la novela en que Alicia
Giménez Barlett noveló la conflictiva relación de Virginia Woolf con su
criada, Nelly Boxall, que estuvo a su servicio casi veinte años. Sirviéndose de
los diarios de la escritora, Giménez Barlett introduce la perspectiva de clase
para hurgar en el alcance tan distinto que para criada y señora tenía el
concepto de “habitación propia”.
No olvidemos a qué aparecía ligada la reclamación de Virginia
Woolf: “Una mujer debe tener
dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”,
escribe al comienzo de su célebre ensayo.
Dinero. Qué pocas veces se recuerda esta condición, que Woolf
pone por delante de la de una habitación propia.
Por otro lado, Woolf no tenía hijos. Tampoco los tuvo Kafka,
quien padecía la vida familiar de forma muy distinta a la de Mann. De 1911 es
su apunte titulado “Barullo”, en el que escribe: “Estoy sentado en mi
habitación, en el cuartel general del ruido de toda la casa. Oigo golpear todas
las puertas, cuyo estrépito sólo me ahorra los pasos de quienes se mueven entre
ellas, oigo incluso el golpe seco de la puerta del horno de la cocina. Mi padre
irrumpe por las puertas de mi habitación y pasa envuelto en una bata que lo
sigue a rastras; en la estufa de la habitación contigua alguien rasca las
cenizas […] Alguien abre el cerrojo de la puerta principal, que hace un ruido
como de garganta acatarrada y luego se abre como un canto de voz femenina y se
cierra por último con un tirón sordo y viril, que es lo más despiadado de todo.
Mi padre se ha marchado, ahora empieza un ruido más tierno, más disperso, más
carente de esperanza dirigido por las voces de los dos canarios. Ya me había
preguntado antes, y el canto de los canarios vuelve a recordármelo, si no
debería dejar la puerta levemente entreabierta, arrastrarme como una serpiente
hasta la habitación contigua y, una vez allí, pedir desde el suelo a mis
hermanas y a su criada que se callen”.
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