"Solo el amor y la muerte modifican nuestra
existencia". Tan seguro estaba de esta afirmación Alberto Migré, célebre
guionista argentino de telenovelas, que al menos uno de sus personajes la
pronunciaba en cada culebrón que escribió.
De amor y de muerte —aunque no solo—
versa el último libro de Fernando
Savater (San
Sebastián, 1947). Último por reciente y porque el pensador anuncia que no escribirá más. Y
en las 243 páginas de 'La peor parte' (Ariel), el filósofo donostiarra parece
dar la razón al creador de teleseries.
En ellas, rememora el deseo sentido
hacia la que fue su compañera de vida durante 35
años y las adereza con el dolor y el vacío que padece ahora,
cuando su lectora predilecta —“escribía para que ella me leyera”— ya no revisa
sus borradores ni ve películas de terror en su sofá.
Portada de 'La peor parte' (Ariel).
A esta profesora de Estética
dedicó el escritor su autobiografía —"mira, Sara, mi vida"—
y, de paso, su existencia entera. Ya saben: a donde el corazón se inclina, el
pie —y la pluma— camina.
Pero si el padre (intelectual y carnal)
de ese tal Amador —ojo al nombre, 'el que ama'— rebosaba optimismo cuando Sara
estaba junto a él, el Fernando Savater de hoy aprende a “vivir sin alegría en un mar de amargura sin
orillas en el que chapotear con espanto hasta el anegamiento final”. Y
mientras, lucha para que las lágrimas —“no hay día en que no las derrame por
ella”— no ahoguen la lucidez
Vivir sin alegría ha sido
una experiencia nueva para mí, una ruptura con mi yo anterior. Estaba
acostumbrado a despertar siempre como cuando era niño, con un latente “¡vaya,
otra vez!” gorjeando dentro. Y con el litúrgico “¿qué pasará?” con el que
acababa cada episodio de cualquiera de los tebeos que tanto me gustaban y que
leía puntualmente cada sábado por la noche. Yo sabía que cabía esperar mil
peripecias divertidas, pero que nada irreparable le ocurriría al protagonista,
o sea, a mí. Aunque me quejaba, lloraba y maldecía como todo el mundo, jamás me
lo creí; la vida me parecía estupenda, a veces algo horrible, sin duda, pero no
menos estupenda, como una buena película de terror tipo Alien o La semilla del diablo. Incluso en
mis peores momentos, en la tortura del cólico nefrítico, en el hastío de un
cóctel formal o una conferencia académica (son las peores experiencias que a
bote pronto puedo recordar), sonaba como fondo de mi ánimo el basso ostinato de la alegría,
aunque ni siquiera yo pudiese darme cuenta. Ha sido al dejar de oír ese íntimo
hilo musical cuando, tras la inicial extrañeza, me he dado cuenta de lo que
había perdido. “Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse”, dijo
Jacques Prévert (el poeta preferido de Pelo Cohete cuando la conocí), y podría
hacer mía esa constatación.