Richard Stern (Nueva
York, 1928-Tybee Island, 2013) publicó Las
hijas de otros hombres en 1973. Hombre discreto, notable
profesor de literatura inglesa y escritor más preocupado por su trabajo que por
la fama, volcó su enorme talento en una historia que refleja un abrupto cambio
de época. Con buen criterio, eludió el juicio moral y los estereotipos. Robert
no es un depravado, sino una marioneta del destino. Cynthia no es una víctima,
sino una joven desorientada, voluble y con problemas de identidad. No hay
culpables, ni inocentes. Sólo personas desbordadas por las circunstancias y con
escasos recursos para gestionar sus emociones. Stern describe magistralmente la atmósfera
de los sesenta, con sus hippies, toxicómanos, hare krishna, agitadores
políticos y nudistas.
Dividida en cuatro partes, la novela es un prodigio de
arquitectura. Con una prosa poderosa y unos diálogos intensos, Stern nos relata
gradualmente la disolución del matrimonio Merriwether. Al principio, el romance
con Cinthya provocará mala conciencia en Robert, que no quiere dañar a su
esposa, ni separarse de sus hijos, pero sus escrúpulos acabarán sucumbiendo a
la pulsión sexual y a la gratificación narcisista de ser amado por alguien más
joven. Después de varios meses, se impondrá la necesidad del divorcio. Sarah
reaccionará con odio y desprecio al conocer la infidelidad de su marido. La
separación no será inmediata. Durante unos meses convivirán en su hogar,
durmiendo por separado. Stern
recrea con agudeza y precisión los conflictos desatados por una situación
anómala que no evitará la separación definitiva. Mirar
hacia atrás resulta particularmente doloroso cuando se han compartido veinte
años.
Stern hilvana el relato con un estilo nabokoviano, explotando
metáforas extraídas de la biología, la medicina, la física, la botánica y el
psicoanálisis. Los relojes son “las jaulas del tiempo”. El sexo apenas difiere
del acoplamiento de la mantis religiosa, que devora al macho mientras copula
con él. Cynthia no es una mujer fatal, pero sí lo suficientemente hermosa para
crear confusión. No será seducida por un adulto amoral, como Humbert Humbert.
Será ella quien seduzca a Robert, sin preocuparse por el drama que ha
desencadenado. En la era de Wilhelm Reich, los tabúes se pisotean y escarnecen
con fervor. Philip Roth afirma
que Las hijas de otros hombres parece
una versión de Lolita escrita
por Chéjov. No es
una analogía desatinada. De hecho, la novela crea una atmósfera que evoca La dama del perrito. Los
amantes no son malvados, sino inmaduros y egoístas. Cynthia intenta conquistar
a ese padre lleno de autosatisfacción que ha tutelado su niñez y su
adolescencia. Aunque lo ignora, nada en las aguas del incesto. Robert busca la
seguridad del niño que se siente incondicionalmente querido. A sus cuarenta y
dos años, es “emocionalmente un feto”. Su relación extraconyugal le revela la
hostilidad de su mujer, que expresa su animosidad inconsciente comprándole
espantosos trajes de un azul opaco o un marrón hígado.
Si alguien busca algo escandaloso en Las hijas
de otros hombres, se quedará defraudado. Sus
personajes son seres imperfectos y vulnerables, no mentes diabólicas. Tampoco
hay un fondo trágico, semejante al de Desgracia,
de Coetzee,
la historia de otro profesor que se enreda con una de sus alumnas. Stern piensa
que la felicidad perfecta consiste en escuchar a su mujer interpretando a
Schubert al piano, mientras sus hijos duermen y cae la lluvia en el exterior.
Desgraciadamente, ese hallazgo se produce cuando Sarah ya le ha pedido el
divorcio. En ese momento, piensa que contempla un accidente desde el
retrovisor, pero no se trata de algo ajeno. Es su vida la que observa,
aplastada como un automóvil arrollado por un camión de gran tonelaje.
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