Hay libros que emanan un
aroma, y es extraordinario que esto suceda desde las primeras líneas: “El
vestido de gitana de mi madre acecha oscuro encima del armario”. En este Vozdevieja, de Elisa
Victoria, ocurre el milagro. Desde la primera página se anticipa un universo
que nos seduce. Es parecido a un amor a primera vista y no hay por qué
desconfiar de esa rendición, sino entregarse de la manera más inocente posible.
El aroma de esta historia es el de los veranos sofocantes de Sevilla, una
mezcla de la flor de azahar que brota hasta en la esquina más hostil y de los
olores domésticos propios de barrios de la periferia en donde el sol cae
ardiente sobre las calles peladas y desiertas a la hora de la siesta. Estamos
en el verano del 92, en ese año en el que solo los aguafiestas se rebelaban
ante la abrumadora celebración del despilfarro, del triunfalismo, del lavado de
cara de las ciudades que no modificó los barrios populares. A la Expo llegaban turistas de toda España, pero también de la
propia Sevilla, de esa periferia física y sentimental que es el territorio en
el que se mueven los personajes de este libro.
Mientras una ciudad se
adorna con edificios de arquitectos estrella, la otra combate el calor en
pisitos con paredes de papel. En uno de ellos pasan el verano la niña
Marina, Vozdevieja, como
así la llaman en el colegio, y su abuela, sumidas en un espacio de libertad
mucho mayor que el que les permiten los escasos metros cuadrados del piso.
Hablan de romances, de maridos y amantes, o del ídolo (más sexual que
ideológico) de la abuela, el entonces presidente González, de todos esos
asuntos que no se consideran apropiados para los niños. Marina disfruta de ese
diminuto universo de costumbres relajadas y tiempo sin horario en el que habita
con su abuela, y al mismo tiempo acusa la ausencia de su madre, que prefiere
mantener a la niña alejada mientras trata de vencer una grave enfermedad. Siente
la cría ese bienestar que proporciona la compañía de las abuelas que nos
preparan filetes empanados, pero a su vez sufre con el habitual sentimiento de
exclusión de las niñas que pasan demasiado tiempo con adultos. Es consciente de
una rareza que la mantiene a menudo alejada de los chiquillos de la calle. Como
consuelo o vía de escape, se entrega con pasión a los cómics para adultos, a
las muñecas y a unos indefinidos deseos sexuales que, como contraste a esta
época en que todo lo relacionado con criaturas y sexo ha de permanecer
silenciado, nos ofrecen algunas de las escenas más cómicas de la novela.
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