Todo cuanto se narra en esta novela es tan desgarrado
y brutal, y resulta tan ajeno a la experiencia vital del lector
medio que incluso la descripción de cómo se tomaba un baño en la Rusia
campesina del siglo pasado resulta una experiencia fascinante. Claro que las
condiciones ambientes eran extremas porque en una isba tanto
la letrina como la caseta de baños (muy similar a la actual sauna nórdica) se
encontraban fuera de la casa, lo cual, teniendo en cuenta que las temperaturas
podían alcanzar bastantes grados por debajo del cero, imponía la obligación de
empezar por limpiar la nieve que cubría el sendero entre la casa y el baño;
allí había que encender el fuego para calentar la estancia y el agua, hecho lo
cual se podían efectuar la abluciones: la descripción de las prendas que era
necesario vestir para no morir congelado durante el traslado desde la casa es
otro ejercicio de estilo casi surrealista.
Y en general pasa un poco lo mismo con el resto de una
narración centrada en Zuleijá, la esposa tártara que va a sufrir un
inmisericorde proceso de reeducación moral resumido en el título bajo el
eufemismo de “abrir los ojos”. Visto desde fuera, las condiciones de vida de
una mujer perteneciente a una etnia minoritaria y considera inferior
eran tan miserables y cercanas a la esclavitud (un marido ruso brutal y
maltratador, una suegra viperina y sin más ocupación en la vida que martirizar
a su nuera y un régimen de trabajo doméstico que empezaba al amanecer y no
terminaba hasta bien entrada la noche) que no podían ser peores si por aquellas
cosas de la vida era acusada de ser una kulak y deportada a
Siberia junto con otros miles de terratenientes y campesinos ricos que además
de ser desposeídos de sus bienes eran hacinados en vagones de transporte de
ganado y enviados a remotos campos de trabajo para su reeducación. Pero sí,
resulta que en esta vida siempre se puede ir a peor.
Aunque de religión musulmana, con todas las cargas que
esa fe impone a la mujer, en el inicio de la narración Zuleijá vive con
intensidad las creencias heredadas de sus antepasados tártaros, en
especial la convivencia con espíritus como el basu kapka iyase,
encargado de evitar que los malos espíritus traspasen los límites del pueblo
y al que se puede comprar con golosinas para que interceda ante
el zirat iyase, el guardián del cementerio. Pese a los duros
castigos que puede costarle su acto, Zukleijá comete la osadía de robar
alimentos en casa de su marido para comprar al guardián y asegurarse el
bienestar de sus cuatro hijas, muertas al poco de nacer y enterradas en ese
cementerio. Y tiene un gesto que resulta enternecedor porque una vez ante sus
tumbas se ocupa de cubrirlas bien de nieve para que las niñas “descansen
abrigadas y en paz hasta la llegada de la primavera”.
Un aspecto muy de agradecer, es que pese al tono
despiadado y bestial que predomina en la narración (y cómo podría ser de otro
modo si se están describiendo las peores purgas de
Stalin) Gucel Yájina, la joven autora, no olvida que está hablando
de personas, es decir seres capaces de las peores atrocidades y también de
conservar sentimientos que los ennoblecen: generosidad, compasión, empatía o
cariño, aunque es innecesario señalar que todo ello se prodiga más entre las
víctimas que entre los verdugos.
Otro aspecto impagable de esta novela es que
ocasionalmente la autora deja la narración en manos de personajes tan
logrados como el profesor Wolf Karlovich Leibe, un eminente maestro
y cirujano al que la naturaleza le ha borrado piadosamente la consciencia y por
lo tanto no se ha enterado de que la Revolución le ha despojado de todos sus
cargos, honores y bienes y que de milagro no ha sido fusilado porque las
autoridades soviéticas le consideran un espía alemán. Para culminar su acto de
bondad, la naturaleza no le ha privado también de su saber y su actividad como
médico será una bendición para los deportados cuando él también sea enviado
a Siberia. Zuleijá abre los ojos enlaza con
naturalidad con la gran tradición de la novelística rusa, pero con unos toques
de modernidad muy positivos.
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