Todo empieza cuando la
joven desarraigada Niza se ve obligada a ir tras su sobrina Brilka, de 12 años,
que se ha escapado en un viaje con su grupo de danza y pretende llegar sola a
Viena para cumplir uno de los sueños rotos de la constelación familiar. Estamos
en 2006, pero enseguida volvemos atrás, a 1917, cuando un teniente de la
Guardia Blanca y Stasia, hija del maestro chocolatero, empiezan su noviazgo. El
novio es enviado a la ciudad del Neva poco antes de la toma del Palacio de Invierno, y el chocolatero entrega a su
hija como dote la receta secreta de su chocolate mágico. Esa pócima sublime
podía provocar catástrofes en las vidas de quienes la bebían y volverá a
aparecer a lo largo de la novela como un leitmotiv de lo aciago familiar. La utilizarán
Stasia y Christine en momentos delicados y acabará en manos de Niza, que
deshará la dulce maldición encontrando el conjuro en el mismo acto de contar.
La novela avanza con el
reloj de sangre del siglo. El teniente Dzhashi se ve arrastrado por el ímpetu
revolucionario, y así empiezan los sinsabores de Stasia, que pretendía ser
bailarina. Y pronto será Christine, hija de la segunda mujer del chocolatero,
la que caerá en las redes de los nuevos tiempos, que como dice un proverbio
georgiano son los que reinan, no los reyes. En el Tiflis de los años treinta,
Christine es la reina de los salones gracias a Ramas, su marido, la mano
derecha del sanguinario Beria, llamado en la novela “Pequeño Gran Hombre”, así
como a Stalin se le llama siempre “el Generalísimo”. Ambos eran georgianos. La
caída en desgracia de Ramas salpicará a la familia, pero la Christine de los
dos rostros saldrá adelante. Luego le toca el turno a Kostia, hijo de Stasia,
que sigue los pasos del padre ausente en el servicio ciego al Estado soviético.
Muy diferente es su hermana Kitty, la cual sufre el abuso del poder y termina,
tras un desquite rocambolesco, en el exilio, donde lo dejado atrás se veía más
claro y “no se podía embellecer nada”. También la conflictiva historia de
Elene, nacida en plena Guerra Fría, no tiene desperdicio, así como la de su
hija Daria, convertida en fugaz estrella de cine.
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