Si una novela habla acerca de la enfermedad, es que lo hace de
la muerte. Y por lo tanto, del paso del tiempo, cuyo sinónimo más inmediato,
además del propio cuerpo, es la familia: nuestra doble condición de hijas y
padres, o de hijas sin hijos, su naturaleza cíclica e inevitable. Estos asuntos
son convocados en Dicen los síntomas, último Premio Tusquets de novela, en la
que Bárbara Blasco (Valencia,
1973) nos amarra a los pies de una cama de hospital en la que agoniza en coma
el padre de su protagonista. Virginia,
narradora en primera persona, observa al moribundo desde el resentimiento:
fuiste un padre egoísta, le dice, nos dice, que organizó a su alrededor un
pequeño cosmos de mujeres cuyas relaciones son tirantes, incómodas.
Hablamos de la madre de Virginia, con su retórica hecha de “giros sin
señalizar” y huidas hacia delante; de su hermana impecable, satisfactoria, y
siempre consentida; tal vez hablemos también de una amante.
He empezado con una lista de posibles “temas” de la novela, pese
a que una buena novela
nunca puede reducirse a uno o varios temas, y Dicen los síntomas lo
es. Por eso, resulta muy lógico que la palabra que de verdad funciona como
estribillo, escena tras escena, sea “realidad”. Quienes leemos
lápiz en mano extraeremos una docena de fragmentos lúcidos alrededor del
concepto. Todo el tono del libro, de hecho, es el de una conversación
extremadamente íntima con una interlocutora capaz de reír a menudo para
convivir con el dolor. Paso a paso, y en un sentido amplio, Blasco va construyendo un texto realista,
preocupado por la identificación de lo verdadero con lo ficticio o viceversa, y
atento a las señales minúsculas que emiten los cuerpos y el lenguaje (la
definición de la jerga médica como un “contralenguaje, siempre reaccionario”,
es de una suspicacia que reconfAl final, en una
novela tan minuciosamente calculada como esta, tenemos que volver a su peculiar
título: y bien, ¿qué dicen los síntomas? Para la narradora, todos ellos
“pertenecen a una misma enfermedad”, y no es difícil identificar esa enfermedad
con la vida o el inconveniente de estar vivo, en un libro que se complace
citando a Cioran.
¿La
realidad? Que el tiempo pasa y morimos, ¡a ver si no qué otra cosa queríamos
escuchar! Por tanto, lo real aparece aquí como fatal y triste, salvo por el
instante en que dos cuerpos se abren al amor. Son las dos
únicas líneas del libro que pueden considerarse cursis: “nuestras realidades se
levantan las faldas, traviesas”, ay. Por supuesto, el cambio es deliberado, la
autora corre a conciencia el riesgo de escribir “enagua”, y usted decidirá si
lo considera un logro o no.ortará a cualquier lector que haya tenido que
descodificarla alguna vez).
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