De entre las muy abundantes recurrencias o asociaciones o
repeticiones que Berta Isla presenta
respecto del mundo literario de Javier Marías (Madrid, 1951), no en vano
existen ese mundo y su inconfundible concreción estilística, la más fértil es
la de encontrar en el centro del relato, tal vez sea más exacto decir en su
síntesis, la imagen congelada de una figura mirando desde un balcón, algo que
ocurría en Corazón tan blanco (allí
era un hombre, en el extranjero, confundido brevemente por una transeúnte que
cree conocerlo y luego no) para revelarse como perfecta cristalización del acto
narrativo: asomarse y
que un orden se trastoque, incluso aunque sea, en apariencia, de modo trivial.
También Berta Isla, la mujer que da título a esta nueva novela, se asoma a los
balcones de su piso madrileño, si bien en su caso es reconocida con acierto
aunque ella apenas acierte a reconocer a quienes la reconocen, y en ese
deslizamiento vuelve a encerrarse toda una novela, cuya indagación en torno a
la relación entre el tiempo y los hechos que suceden en el tiempo queda subrayada
desde la primera frase, esta vez más circunspecta que en anteriores ocasiones e
introduciendo una palabra, “duermevela”, que resume con levedad aparente la
ambigua, no necesariamente perfecta ni constante, fascinación que la prosa del
autor ejerce en sus mejores momentos.
Así pues, en Berta
Isla hay una mujer que mira al exterior desde su casa para
encontrar los rastros de su pasado sin alcanzar a reconocerlos, que cuando
podría haberlos reconocido no está ahí para verlos llegar, y para quien esos
rastros toman la forma de dos hombres, uno de ellos el primero en compartir con
Berta un sexo fugaz, irrelevante en el fondo, el otro un acorde constante en su
propia vida escogida, asumida y malograda. ¿Qué vemos desde un balcón, qué sucede cuando alargamos la
mirada sobre aquello que sobrevolamos? Georg Wilhelm Friedrich Hegel lo
hizo en Jena y vio a Napoleón, George Steiner lo hizo siendo niño en París
y vio desfilar una manifestación antisemita, y en ambos casos esos observadores
privilegiados decidieron que habían asistido a la encarnación de un concepto
más que a una anécdota: la Historia en marcha, invariablemente. Los personajes
de Marías, más modestos, se asoman para descubrir que no son apenas nada, que
resultan indiferentes al tiempo, que hay una confusión constitutiva en sus
biografías, en fin, y como reza el final de este libro, la mayoría de vidas
“solamente están y esperan”. Se asoman y ven a Wakefield burlado. Pero también
esa es una lección de Historia, del modo en que conspira indiferente contra
quienes no podremos decidir qué vida vivir.
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