La vida tiende a ser así: una gota, una gota, una gota, una
gota, y luego nos preguntamos, perplejos, cómo es que estamos empapados.
Estela deja a su madre en el sur para trabajar en la casa de una
familia en Santiago de Chile y allí se queda los siguientes siete años,
limpiando y criando a una niña acosada por la ansiedad, cuya muerte conocemos
al comienzo de la novela.
Como en una tragedia griega, la tensión crece en cada página,
con cada personaje o elemento: la perra callejera, las ratas, la confesión
inconfesable del «señor», la aparición de Carlos, el veneno, la pistola, hasta
un desenlace tan poderoso como inevitable.
A media mañana de un lunes de verano, Alia Trabucco
Zerán (Santiago de Chile, 1983) debería haber estado
en una oficina cualquiera del Poder Judicial como abogada de un caso de
derechos humanos, probablemente. Investigando, litigando, preparando escritos.
Pero la chilena decidió hace algunos años doblar su destino al terminar la
Facultad de Derecho y enviar al demonio “el lenguaje de la ley”, como lo llama,
que califica de “áspero, jerárquico y, sobre todo, blindado”. Arrancó como una
búsqueda lateral, pero luego el camino se hizo evidente. “Empezó a angustiarme
el contraste: la felicidad cuando me sentaba a escribir ficción, la infelicidad
cuando era una querella; la angustia cuando iba a tribunales, la alegría del
taller”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario