La historia que nos cuenta en Niadela es, en
última instancia, la de una desposesión: el abandono de sí misma para poder
encontrarse con aquella que una es en realidad. Pero ¿cómo realizar este viaje
inmóvil? Como se ha hecho desde hace milenios: deteniendo tu movimiento,
separándote del grupo o de la tribu, aguzando la vista y el oído para entender
aquello que la naturaleza quiera contarte. Así, Niadela se
convierte en un excepcional ejercicio de atención, de observación, de escucha;
en otras palabras, de pura nature writing, en el que con paciencia,
con precisión y con un hálito poético extraordinario, la autora nos narra el
constante devenir, tan efímero como maravilloso, de la vida que brota a su
alrededor.
La escritura de Beatriz Montañez parece guiada tanto por su
curiosidad científica (de la que el lector se nutre) como por una intuición más
elevada, según la cual la naturaleza se hace y se deshace entre las palabras, y
por momentos lo animal se funde con lo vegetal, o lo mineral con lo atmosférico,
o la narradora con aquello que percibe, y de manera desconcertantemente natural
el texto nos habla así de un todo, ese que sólo el lenguaje poético desvela,
ese cuyo asentamiento en nuestra conciencia permite la progresiva sanación de
las heridas que arrastra la memoria.
De este modo, el relato de su amistad con un zorro se entrevera
con el recuerdo del padre, de su ausencia, de su muerte y de algo incluso peor
y más doloroso; la historia de ese día en que se rebana el dedo con la
motosierra (y recoge el fragmento desprendido, lo guarda y conduce una
treintena de kilómetros para que se lo vuelvan a unir en un ambulatorio)
engarza con la alegría profunda de comprobar que el jabato huérfano ha
sobrevivido, o con la tristeza al confirmar el lógico alejamiento y la
separación final de su pareja, o con el miedo de verse amenazada por un
cazador, o con la inseguridad de sentirse olvidada por todos aquellos que antes
eran parte de su vida más cotidiana, o con la felicidad de sentirse parte de
una nueva familia salvaje cuyo destino, ahora, comparte. Surge entonces la
posibilidad de volver a formular un nosotros (que va más allá de lo humano) que
de repente cobra una importancia mucho mayor que la de ese yo que llegó
maltrecho y que se cura, precisamente, mediante la aceptación de su propia
insignificancia y la fascinación por la belleza salvaje que le rodea.
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