Casi 300 páginas de trabajado monólogo del acosador
“autojustificado”; es decir, con todos los matices y tonos sutiles de la
escritura a veces naíf de un jovencísimo maltratador que se ve con el poder de
armar en prosa su propia versión: la escritura de su diario íntimo.
Los fragmentos de este diario que a veces el autor tacha, arrepentido, combinan
el análisis de su distancia social (“mirando a los vivos como si fueran
muertos”) con la falsificación embellecedora con que uno mira su propia vida;
por ejemplo, cuando se compara con otro joven atractivo porque “caminaba solo,
con todo a su espalda”. Asimismo, su perorata oscila entre la agresividad y el
victimismo, la dominación y el cuidado: Carlos presiona y manipula a Yolanda
hasta que puede compadecerse de ella, protegerla incluso de sí mismo. Es
entonces cuando le concede “también el derecho a ser feliz y a
tener placeres”. No obstante, el narrador no soporta la visión de este
placer. Yoli podría pertenecer a otro: incluso a ese otro que
es él mismo desdoblado cuando ella alcanza el orgasmo; y él por su parte, con
arrepentimiento, ya se ha corrido sin que ella lo sepa. Carlos narra su
escisión, empezando por su aislamiento de los demás, entendidos como cosas: “A
veces pienso que la gente no existe si no la veo”, escribe. Y es esta fisura de
la libertad del otro, acompañada de una arraigada vergüenza social (la culpa
del pobre), lo que desencadena su resentimiento.
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