El hombre bicolor narra la extraña aventura
de Hermógenes W., quien una mañana de finales del siglo XIX aterriza en una
pequeña ciudad para reclamar el pago de los impuestos correspondientes. De su
éxito depende el que deje de ser un oficial de segunda para convertirse en todo
un Inspector del cuerpo de recaudadores. Sin embargo, lo que encuentra a su
llegada es una ciudad extrañamente vacía, como si todos su habitantes acabaran
de abandonarla a marchas forzadas ante la amenaza de una plaga. A partir de
aquí, todo lo que puede hacer es mantener la calma mientras espera que sus
víctimas recuperen la normalidad de sus vidas. Se instala en un hotel frente a
la plaza principal, alrededor de la cual dos perros de raza desconocida
atestiguan su fantasmagórica presencia mediante ladridos trasnochados y donde
las hojas de los árboles no responden con su movimiento a la dirección del
viento. Desde lo alto de una colina situada fuera de los límites marcados por
esa muralla medieval que cubre la ciudad, le contempla silencioso un castillo
vampírico. Todo lo que rodea a Hermógenes inspira una creciente desolación y
una amenaza latente: que se pervierta el orden del universo hasta
convertir la soledad en algo inevitable… y la identidad en algo improbable.
Esta novela de apenas ciento diez páginas tiene la inusitada
virtud trasladarnos a un mundo bastante parecido al nuestro. En él
conviven el ciudadano satisfecho de su convencionalidad, el protestatario con
ánimo de revertir la proporción de poderes –el subconsciente de Hermógenes–, y
el político dispuesto a adulterar la baraja para repartir las mejores cartas
allí donde los beneficios parecen más evidentes –una presencia fantasmal que se
intuye a lo largo de toda la novela. Queda claro desde un principio que el
protagonista no sabe a cuál de sus identidades aferrarse, y que quienes
fomentan esa discordancia se contentan con esperar la carroñera recolección de
los restos.
El
hombre bicolor remite a dos de los pensadores literarios más relevantes
del siglo XX. Su Boromburg nos recuerda a la Comala de Juan Rulfo, con esa misma parentela venida del
Tártaro para recuperar algo de su vida extinguida, y su personaje de Hermógenes
parece una mezcla perfecta entre el Josef K. de El proceso y
el Gregorio Samsa de La metamorfosis. Su trama es dinámica y
envolvente, y su trasfondo remite a una situación sociopolítica que poco tiene
que ver con la ficción. Boromburg podría ser cualquier ciudad de Occidente,
Hermógenes W. la extensión psíquica de un ciudadano confundido por
tanta mentira, y esa presencia fantasmal la representación literaria de un
vampiro político dispuesto a chupar la sangre de sus votantes. Juan Benet
acusaba a Tomeo de hacer «croquetas literarias», libros de idénticos sabor. Sin
embargo, se me ocurre que tal vez esa fijación con lo absurdo, lo raro
y lo monstruoso venía impulsada por el poco caso que se le hacía desde las
altas esferas editoriales y académicas.
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