La narración comienza con la
misteriosa muerte, en el mismo día de su boda, de Laura Gamazo, hija de un
prohombre de los negocios, el cual encarga la investigación del suceso a varios
detectives. Este motivo de la historia quedará pronto relegado
para dar paso a otros, pero el aroma del género negro -claro que con toques
paródicos- reaparece de vez en cuando, como en la larga escena entre el
detective Clot -que ya figuraba entre los personajes de Sangre a borbotones (2002)-
frente a Lou Seltz y sus matones (pp. 318-322), que parece un homenaje a
Raymond Chandler y que más tarde conducirá a un grotesco encuentro amoroso
entre los antagonistas. El asunto de la muerte de Laura es tan sólo el pretexto
para reconstruir la historia familiar de los Gamazo desde antes de la guerra
civil hasta lo que el narrador llama “la Inmaculada Transición”. Uno de los
narradores, habría que precisar, porque el relato cambia de puntos de vista
para ofrecer ángulos diferentes de esa compleja realidad que es la evolución de
la sociedad española encerrada en la gran urbe de Madrid y contemplada con una
mirada fluvial, ya ensayada también en Sangre
a borbotones: “Se halla dividida por una espina dorsal, el Canal
Castellana, ese oscuro río que fue un bulevar ruidoso: bajo el agua aún se
agitan, como esqueletos de manos cubiertas de liquen, mordidas por los peces,
las ramas de las acacias, de los plátanos y de algún que otro castaño que ya
estará colonizado por corales y espinas” (p. 21). En esta sostenida metáfora, el canal
tiene su “rive droite”, que es “asiento de la burguesía y el dinero [...] casi
siempre obtenido por medios delictivos”, y la “rive gauche”, que es “un amasijo
grasiento de populacho y clase media, salpicado de intermitencias de bohemia
artística”. Y cuenta con lugares significativos, como el
malecón del Prado, Puerto Atocha o la isla de Cibeles.
La historia de los envases de hostias consagradas es un buen hallazgo de grand guignol, pero queda un tanto desaprovechada en medio de escenas que no siempre parecen estar ordenadas adecuadamente en la misma dirección. Se atiende a varios frentes, pero de modo desigual. Este aspecto constructivo, con sus continuos saltos de eje, está algunos codos por debajo de la calidad de la prosa, impecable, en general, aunque con alguna caída en la trivialidad (“el día a día”, p. 46), algún anacronismo (“ya te vale” [p. 172] no es giro existente en los años 40), algún craso error (el pacto de Cánovas no puede “hacer aguas” [p. 79], así, en plural) y algún pecado mortal (“no se dignaba a mantener contactos”, p. 217) que requiere urgente confesión.
La historia de los envases de hostias consagradas es un buen hallazgo de grand guignol, pero queda un tanto desaprovechada en medio de escenas que no siempre parecen estar ordenadas adecuadamente en la misma dirección. Se atiende a varios frentes, pero de modo desigual. Este aspecto constructivo, con sus continuos saltos de eje, está algunos codos por debajo de la calidad de la prosa, impecable, en general, aunque con alguna caída en la trivialidad (“el día a día”, p. 46), algún anacronismo (“ya te vale” [p. 172] no es giro existente en los años 40), algún craso error (el pacto de Cánovas no puede “hacer aguas” [p. 79], así, en plural) y algún pecado mortal (“no se dignaba a mantener contactos”, p. 217) que requiere urgente confesión.
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