Podría
tomarse la nueva obra de Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966), La novela del buscador
de libros,
como el desafío de un provocador. Ahora que la cultura humanística anda de capa
caída, con un descrédito social absoluto y relegada por la bazofia de los “gran
hermano” y otros reality semejantes; ahora que la galaxia Gutenberg padece
asechanzas múltiples que cuestionan su futuro, el autor gaditano se
vuelca en la escritura de un relato jubiloso cuya médula se halla en la
confesión de un “vicio”, el de “buscador de libros”. Desde pequeño le ha podido
esta pasión que ha alimentado con entrega enfermiza, hasta los días en que ha
superado el medio siglo. Quienes padecemos esa querencia, aunque sea en medida
más modesta y humana, sabemos el fondo de verdad que palpita en la crónica de
una debilidad que a alguien indiferente a ella le podría parecer una
extravagancia.
Todas las aficiones fuertes tienen un punto de rareza y de
patología, y su crónica constituye una materia atractiva, novelesca por cuanto
tiene de aventura. Así que no cae Bonilla en la hipérbole o la comparación
exagerada al otorgar la cualidad de novela al relato de su manía. Pero limitar
el interés de la obra al reportaje simpático de sus andanzas tras los libros
anhelados sería minusvalorarlo. En realidad, La novela del buscador de libros se
despliega como un generoso abanico que comprende los múltiples aspectos que
afectan a la edición literaria.Empezando por el más obvio, buscar un sentido a
dicho gusto y marcar unos límites. ¿Por qué ese anhelo por conseguir una
primera edición de un texto que puede conocerse sin diferencias al alcance de
la mano? ¿A qué se debe el empeño en poseer una obra de méritos presuntos,
editada en un lugar arcano y que no ha interesado a nadie? A estos
interrogantes responde el autor que el deseo de la búsqueda se cumple en sí
mismo. De todos modos, señala reivindicativo las diferencias que separan a los
buscadores: él pertenece a los bibliómanos, que acumulan libros apetecibles por
el puro gusto de hacerlo, y no a los bibliófilos, que buscan la carísima
primera estampación de los grandes nombres. Establece un radical tajo entre el
coleccionista pobre, que disfruta del hallazgo, y el rico, que ostenta bienes.
La recreación
autobiográfica de Bonilla se acerca a diversas realidades del mundo del libro.
Las librerías de viejo se llevan la parte del león. Anota el cambio que ha
supuesto internet en el mercado de segunda mano, revitalizando una actividad en
decadencia. Glosa con gracia sabidas malicias de algún librero: rectificar el
canon subiendo el precio de las obras de autores no debidamente apreciados y
hundiendo el de escritores sobrevalorados, todo ello al juicio de un Aristarco justiciero.
También hace plásticas descripciones de sus visitas a singulares covachas
libreras, al abigarrado almacén sevillano de Abelardo Linares, o a negocios
pintorescos como una librería-burdel colombiana o una librería-peluquería de
señoras costarricense. A
trozos la excursión libresca de Bonilla se transforma en pura crítica literaria
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