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domingo, 3 de febrero de 2019

LA NOVELA DEL BUSCADOR DE LIBROS de Juan Bonillaa


Podría tomarse la nueva obra de Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966), La novela del buscador de libros, como el desafío de un provocador. Ahora que la cultura humanística anda de capa caída, con un descrédito social absoluto y relegada por la bazofia de los “gran hermano” y otros reality semejantes; ahora que la galaxia Gutenberg padece asechanzas múltiples que cuestionan su futuro, el autor gaditano se vuelca en la escritura de un relato jubiloso cuya médula se halla en la confesión de un “vicio”, el de “buscador de libros”. Desde pequeño le ha podido esta pasión que ha alimentado con entrega enfermiza, hasta los días en que ha superado el medio siglo. Quienes padecemos esa querencia, aunque sea en medida más modesta y humana, sabemos el fondo de verdad que palpita en la crónica de una debilidad que a alguien indiferente a ella le podría parecer una extravagancia. 

Todas las aficiones fuertes tienen un punto de rareza y de patología, y su crónica constituye una materia atractiva, novelesca por cuanto tiene de aventura. Así que no cae Bonilla en la hipérbole o la comparación exagerada al otorgar la cualidad de novela al relato de su manía. Pero limitar el interés de la obra al reportaje simpático de sus andanzas tras los libros anhelados sería minusvalorarlo. En realidad, La novela del buscador de libros se despliega como un generoso abanico que comprende los múltiples aspectos que afectan a la edición literaria.Empezando por el más obvio, buscar un sentido a dicho gusto y marcar unos límites. ¿Por qué ese anhelo por conseguir una primera edición de un texto que puede conocerse sin diferencias al alcance de la mano? ¿A qué se debe el empeño en poseer una obra de méritos presuntos, editada en un lugar arcano y que no ha interesado a nadie? A estos interrogantes responde el autor que el deseo de la búsqueda se cumple en sí mismo. De todos modos, señala reivindicativo las diferencias que separan a los buscadores: él pertenece a los bibliómanos, que acumulan libros apetecibles por el puro gusto de hacerlo, y no a los bibliófilos, que buscan la carísima primera estampación de los grandes nombres. Establece un radical tajo entre el coleccionista pobre, que disfruta del hallazgo, y el rico, que ostenta bienes.
La recreación autobiográfica de Bonilla se acerca a diversas realidades del mundo del libro. Las librerías de viejo se llevan la parte del león. Anota el cambio que ha supuesto internet en el mercado de segunda mano, revitalizando una actividad en decadencia. Glosa con gracia sabidas malicias de algún librero: rectificar el canon subiendo el precio de las obras de autores no debidamente apreciados y hundiendo el de escritores sobrevalorados, todo ello al juicio de un Aristarco justiciero. También hace plásticas descripciones de sus visitas a singulares covachas libreras, al abigarrado almacén sevillano de Abelardo Linares, o a negocios pintorescos como una librería-burdel colombiana o una librería-peluquería de señoras costarricense. A trozos la excursión libresca de Bonilla se transforma en pura crítica literaria


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