Totalidad sexual del cosmos parece un título
bastante loco pero tiene mucho sentido, pues se trata de una cita literal de la
propia Nahui que resulta útil para dar la medida de su pensamiento y su
estética, para bien y para no tan bien: un concepto complejo, entre científico
y metafísico, en parte ingenuo y en parte provocador, en todo caso ajeno a
cualquier intento de resultar convencional. Su biografía es carne de narrativa:
hija de un ministro defenestrado que inventó un tipo de fusil semiautomático,
protagonista de algunas historias de amor que vivió con una impudicia que hoy
reconocemos como un gesto político, mito erótico de su generación pero, qué
sorpresa, minusvalorada como creadora… Aquí había una novela, desde luego, y
también algunos debates pendientes.
En una decisión estructural inteligente, Bonilla plantea los
diferentes capítulos como renovadas encarnaciones o mudas de piel de
Carmen/Nahui, cuyas principales obsesiones son “dejar huella” y tensar al
máximo su propia idea de libertad. En el último tercio del libro, descubrimos
la verdadera naturaleza de la voz narrativa y así entendemos mejor el tono de
enamorado que la caracteriza: en esas páginas, necesarias para que la novela
adquiera sentido pleno, la mujer evocada deviene presencia más allá de su
propia muerte. Ahora es
una fotografía hipnótica, un tema de investigación, un capítulo reivindicable
de la historia, e incluso una incorporación tardía al canon… Pero
también, como advierte José Emilio Pacheco en un pasaje del
libro, Nahui se convierte en un icono potencialmente comerciable, mitificable y
banalizable. En fin, lo que podríamos llamar “el mal de Frida”, otra figura sin
duda fascinante de la que el mercado, con excusas de un cinismo espléndido, no
ha dejado ni los huesos.
Aquí es donde Totalidad
sexual del cosmos obtiene su mayor éxito: su aproximación a
Nahui es poliédrica y no renuncia a la ambivalencia, tal vez porque sabe que la
memoria mal entendida se convierte en “el órgano falsificador por excelencia,
un palimpsesto que lo que busca con tanta visita a un hecho cualquiera es
deformarlo hasta que no quede nada de lo que alguna vez fue”. Para evitar
semejante error, o al menos para preservarse de la tentación parasitaria, la novela concibe la lectura del pasado
como una forma de amor, por lo tanto de respeto, y casi siempre está a la
altura del planteamiento
Quizás la aportación más lúcida de Nahui Olin
fuera el modo en que subvirtió los conceptos encorsetadísimos de “musa” o
“modelo”, proclamando con toda la razón que era ella, y no el fotógrafo ni el
pintor, la verdadera creadora de sus retratos y desnudos. Nada de objeto: he
ahí, en esas imágenes, un sujeto que impone sus propias reglas y su propia
poética. La lectura en
clave feminista del personaje de Carmen Mondragón no es unívoca ni carece de
pequeñas aristas, pero se impone de un modo claro en tanto
que su historia permite hablar de las maternidades conflictivas, una sexualidad
y corporalidad no subordinadas a la mirada del hombre ni a los esquemas
convencionales del género, las trampas del amor-pasión y el pensamiento
monógamo, y desde luego el borrado condescendiente del protagonismo femenino en
la cultura (la homosexualidad de su esposo, Manuel Rodríguez Lozano, abre otras
puertas no menos relevantes)
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