La realidad es que apenas
nos queda el deseo para vivir. Eso es lo que sucede con estos personajes que
pueblan Los
enanos, la novela de Concha Alós
(Valencia, 1927 – Barcelona, 2011). El realismo que transmite es social y roza
lo siniestro, y los deseos se expresan en la actividad de soñar despierto, que
muchas veces tiene que ver con aspiraciones, y siempre con la necesidad de
sacar la nariz por encima de la superficie de las aguas muertas. A los seres
que habitan en la pensión barcelonesa de los años sesenta, un ambiente feo, les
puede haber sentido cómo aquello que soñaron que sería su vida, se ha truncado
por efecto de una sociedad que no permite nada que no sea sobrevivir en gris.
Estamos en plena dictadura franquista y la obra funciona como testimonio de esa
época, denunciando que apenas se permitían ni siquiera los conflictos que
tuvieran que ver con la condición humana. Asistimos a un trozo de la vida de
unos seres civilmente estancados, sin posibilidad de aspirar a una moral, en
los que el colectivo se impone al individuo.
Excepto en el caso de María, que da la segunda voz a la
obra. Entre los cuadros de una vida intimidada, Alós introduce apuntes de un
diario de una joven que vive el fallo de un gran amor y las consecuencias, que
serán hasta demasiado orgánicas: “Otras, cuando el sol es muy fuerte, las cosas
brillan y la vida es, para los demás, importante, me rebelo contra algunas
palabras que me parecen vacías, que son como monstruos colorados llenos de ojos
y orejas y vacíos, completamente vacíos, por dentro: deber, sociedad,
sacrificio…”. Esta mujer, que habla de sí misma como alguien a quien la lucha
diaria la convierte en una persona cansada y estúpida, a quien los recuerdos la
hacen desesperar, nos ofrece una visión más intimista en un mundo donde todo lo
que sucede está expuesto a los ojos de los demás. Los personajes viven para ser
comidilla en las otras bocas. Y esa miseria no deja de ser una denuncia social.
Esa miseria será la que dé el tono descriptivo, breve, de cada suceso, en los
que se impone la exposición de pensamientos de corto alcance y los diálogos
veloces, combinado por un talento muy eficaz de la autora para llevarnos a
prestar atención a detalles significativos. Puede que no observemos el cuadro
completo, pero sí prestamos atención a los puntos que decoran la narración y
nos imponen un pensamiento triste, al menos triste leída hoy, cuando esos
decorados son parte de algunos recuerdos.
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