Cada libro de Tamara ha salido como una especie de prolijo conjuro que da
la fuerte sensación de conocerla, de que cada uno invita a sentarse a una mesa
distinta con ella, pero siempre para tomar un café y hablar de las cosas
cotidianas: el amor, el trabajo, la familia. Sin intensidad dramática, sin
frialdad excesiva aunque se califique de “cínica”. La novela completa esa magia
y va de la mano con sus cuentos, porque sigue el mismo estilo: una cierta
incomodidad, cotidianidad, intimidad no exagerada, relatos que no presentan
principio ni final definidos.
Bajo esas pautas, Tamara cuenta escenas de su vida entre las cuales hay una
relación a veces más clara, a veces menos, a veces guiada por la comprensión de
ese conjuro visto en conjunto. Sin detenerse de más pero tampoco
superficialmente, la autora cuenta cómo su padre murió en el atentado a la
Amia; qué hicieron con la indemnización; que su mamá era médica y una de sus hermanas,
física; cómo era la relación con sus abuelos; recuerda a algunas amigas; hace
algunas reflexiones como al pasar sobre la fe, la religión, la plata, Buenos
Aires.
También, y de nuevo sin morbo, sus recuerdos de la comunidad judía ortodoxa
y de su salida de ella al entrar a un secundario laico. Las mujeres toman
protagonismo pero sin ningún tipo de feminismo posado, los hombres están pero
se sabe más bien poco de ellos.
“Yo no sé nada de detalles: se nota en como escribo, las cosas chiquitas
siempre se me escapan por los costados”, dice, aunque es una afirmación un poco
injusta. Su relato está lleno de detalles, a veces menores y a veces más
relevantes pero sobre todo sensatos de alguna forma, detalles que calibran
escenas de acontecimientos grandes. Con naturalidad, con una “poesía
involuntaria” que le sale un personaje y también a ella pero ni remotamente
edulcorada, con reflexiones sencillas pero no obvias.
Con equilibrio, como quien puede hacer una pausa esquiva y mirar las idas y
venidas de la vida, más o menos únicas pero que siguen algún patrón que nos es
común a todos. Y escribirlas, de esta forma: “Creo que yo tengo con la
escritura la misma relación que tienen con Dios los ateos que se están por
morir y empiezan a rezar: sabemos que no sirve para nada pero lo hacemos”.
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