La crónica resultante no se presenta desnuda sino
enmarcada, puesto que la leemos al mismo tiempo que lo hace Ismael, la expareja
de Noray, recién casado, que ha acudido al hospital para atenderla tras un
intento de suicidio. Mientras ella está inconsciente, él extrae de su bolso el
grueso original en el que, durante horas, va a acceder al fin a las razones del
comportamiento atrabiliario de ella, lo que, de manera previsible, refuerza su
amor y abre una línea de desarrollo argumental que bordea lo folletinesco y
queda en suspenso. Este relato marco, el de Ismael; su esposa, Estrella, y su
examante Noray, está solo esbozado, porque funciona como contenedor narrativo
de lo que importa: la novela familiar de Noray. Una historia que es un tributo
de amor a la abuela y de admiración hacia la fortaleza femenina (encarnada en
la vecina Mari Miura, en la valiente pareja lésbica de Trini y Blanca, en la
epifánica Filomena, en cuya biblioteca ha nacido su vocación de escritora) y
que encierra una confesión terapéutica de los propios miedos e inseguridades,
de una inestabilidad psíquica somatizada a través de una grave anorexia. Que en
la rememoración de Noray hay una dosis alta de recuerdos y experiencias de Inés
Martín Rodrigo lo demuestran la vivacidad e intensidad de algunos episodios
(por ejemplo, el ingreso en una clínica de trastornos alimentarios), pero ese
ingrediente autobiográfico ni pone ni quita quilates literarios. Como tampoco
lo hacen los modelos expresos que pueden haber inspirado la novela: la saga
familiar de Thomas Mann Los Buddenbrook o la
obra de Joan Didion (tratamiento del duelo
en El año del pensamiento mágico, aunque
se citan sus ensayos).
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