Por más de un motivo, Vibración es
una novela para ser paladeada, saboreando y disfrutando sus muchas cualidades.
Hasta el punto de que a menudo la satisfacción que nos produce su lectura nos
lleva a desear detenernos en lo que acabamos de leer y no seguir avanzando para
así ampliar la percepción, acogiendo los muchos ecos y resonancias que el
relato suscita. La estructura de la novela así lo permite, pues en la primera
parte se despliega un vasto retablo que contiene el marco (intra)
histórico-social y físico o paisajístico de una pequeña población de la España interior, en el que se desenvuelve la vida de un
nutrido abanico de personajes que, siendo representativos —de una clase social,
edad, profesión, oficio, mentalidad, etc.—, e incluso idiosincráticos, eluden
el estereotipo gracias a la singularidad y la fuerza con que están trazados y a
su fondo o espesor psicológico. Además, lejos de la estampa o el inerte cuadro
descriptivo, este retablo social y humano va configurándose al sesgo de la
acción o los pensamientos de un modo vivísimo, en continuo dinamismo porque
aquí todo está latiendo.
Articulada en breves capítulos que pueden centrarse en un personaje y su pequeño mundo —relaciones, conflictos, proyectos, recuerdos—, resumiendo una vida o desarrollando un hecho decisivo de la misma, abrirse a un episodio trágico del pasado que aún pivota sobre el presente o narrar el paso del tiempo, la propia estructura narrativa propicia esas pausas que el lector requiere. Muchos de estos capítulos podrían funcionar como relatos autónomos —'Guijarros’ e ‘Historia’, por citar dos piezas excelsas—, aunque están perfectamente engarzados unos con otros y conforme avanza la lectura encontramos elementos y detalles que iluminan los hechos previos. En conjunto, la pluralidad formal y la polifonía nos llevan de lo mítico-simbólico a la tragedia rural.