La
tierra desnuda es la primicia literaria de Rafael
Navarro de Castro (Lorca, 1968), que desembarca en la narrativa con más de
quinientas páginas ajenas a cualquier urgencia. A su manera, es
un libro valiente que se consagra a la minuciosa recreación de la vida de Blas,
el Garduña, un hombre de un pueblo de una España interior
que ya no existe. El lector asiste al nacimiento y el entierro del
protagonista; entre ambos hay una infancia, el descubrimiento del sexo, la
guerra civil, un matrimonio, tantas injusticias como alegrías, y la extinción
de una forma de estar en el mundo y de pensarlo: el fin de la sabiduría
analfabeta, para la cual no existía nada fuera del ciclo de las estaciones y el
curso del río. Avanzada la novela, uno de sus capítulos empieza con la
enumeración, casi letanía, de las tareas del campo: “Despampanar, escamojear,
injertar, acarrilar, escardar, sembrar, arar, varear, deschuponar, segar,
trillar [...]”. La lista ocupa ocho líneas simultáneamente sagradas, antiguas,
monótonas. En esas líneas cabe el espíritu entero de La tierra desnuda, para
bien y para mal.
Para escribir con justicia de este libro,
convengamos primero en dos puntos: que Navarro sabe qué libro quiere escribir y
puede decirse que lo logra, y que yo no soy su target. Aparte del innegable magisterio de Delibes, las citas que
encabezan cada capítulo dan algunas pistas del linaje al que se adscribe esta
prosa: La tierra desnuda es
un libro tan sólido como los de Luis Mateo Díez, Julio Llamazares o José Luis
Sampedro, y mejor que los de algún otro autor citado. A los lectores de cualquiera de ellos debería
interesarles qué cuentan y cómo lo cuentan estas páginas. Y no es menos cierto
que el trabajo artesanal de Navarro recreando una prosa rural, arraigada, de
retórica popular y precisa, forjada en la sobriedad fatalista de la naturaleza,
es técnicamente inapelable (aunque nadie es perfecto: seguro que a Ricardo
Senabre le sorprendería leer que un vino es “incomestible”). Por lo tanto,
corrijamos mi distancia respecto de la propuesta con el reconocimiento de su
legitimidad y de su rigor. He aquí una novela que no es para mí, pero puede ser
para otros, a quienes sin duda su extensión no les provocará el desánimo que yo
he padecido
No se trata de que el narrador tenga o no razón en sus certezas
antimodernas (“¿ese infierno quién lo padecerá?”, llega a preguntarse), sino de
que las hace emerger en forma de estampas obvias (el abuelo que se deja
fotografiar con dos guiris despampanantes o el nieto pendiente de las
pantallas) o sentencias de columna dominical (“tradiciones de importación para
sustituir a las locales”, dice contraponiendo castañas asadas y “chuches”). Ese
narrador es siempre respetuoso con sus personajes, a los que ama, y eso es
hermoso; pero lo es menos con la realidad, con la que se muestra impecable
hasta que, sin desearlo, acaba deslizándose por la pendiente de una nostalgia
menos crítica que consoladora.
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