La trama parte en 2010, con un
narrador que se encuentra con una situación inesperada. Ignacio, es promotor
inmobiliario y amigo de la familia y explica que había adquirido una parcela y
una casa en un pueblo de la costa andaluza con la idea de derribarla y
construir apartamentos. Pero la crisis inmobiliaria y la quiebra del banco
estadounidense Lehman Brothers dejan su plan en el aire. Se cumplirá, pero no
sabe muy bien cuándo, por lo que anima a que se dejen caer por allí, para
evitar que se quede vacía y la acaben ocupando. No tienen por qué hacer de esa
su primera vivienda, si no lo desean. Es suficiente con que la visiten algún
fin de semana o durante las vacaciones.
Menos de un año después de que la
propuesta se pusiera sobre la mesa, el narrador, su mujer Anaïs, que entonces
estaba embarazada de su segunda hija, y la pequeña Marie acuden a este pueblo
de la España vaciada para ver la casa y se encuentran con un panorama
desolador: un patio delantero tomado por malas hierbas, losas rotas y un
ejército de hormigas que les daba la bienvenida. Aquella extrañeza inicial nada
tenía que ver con la relación tan especial que la familia establecería con la
casa.
Y es que para algo están las manos.
Para construir, reparar, lijar, apuntalar, soldar… Y también para cocinar,
peinar, vestir o cuidar. La novela es, ante todo, un elogio a las manos, a las
que el escritor reconoce que podría dedicar una docena de libros, pues son la
parte del cuerpo que nos permite operar sobre el mundo.
Nos enseña lo bueno de lo pequeño y es
en sí un agradecimiento al tiempo presente, aún sabiendo que todo es
perecedero”.
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