Por la eficaz campaña previa de un sello entusiasmado
con su apuesta; por el lugar que Sara Barquinero (Zaragoza, 1994) ocupa en primera línea de una renovación
generacional desbordante; por sus 800 páginas (el fetiche del tocho como
indicio de grandeza todavía conserva el poder de hypear al
mercado)… Por muchas razones, Los Escorpiones se publica esta
semana en halo de acontecimiento, y traigo estupendas noticias: se lo merece.
Ya me gustaría a mí desentonar en el tsunami de elogios hiperbólicos que se le
viene encima a Barquinero, por aquello de dar que hablar y también porque las
santificaciones súbitas suelen activar amenazas futuras tanto para la autora
como para quienes sigamos leyéndola o la releamos tras un tiempo. Pero suceden
dos cosas. La primera, que creo en el libro hasta aplaudir. La segunda, que
convenza o no a cada uno (el consenso, qué destino sospechoso para una obra),
su solidez es imposible de obviar. Precisamente por eso, aparte del previsible
rendibú crítico viral, Los Escorpiones permite y merece
alentar preguntas más amplias.
Empecemos por lo obvio: 800 páginas. Lo sé, lo sé,
escribir una novela larguísima antes de cumplir 30 carece de valor por sí
mismo, ¿verdad? ¡Oh, todos somos demasiado listos para caer en reclamos tan
burdos! Sin embargo, entre usted y yo, seamos sinceros: el derroche muscular de
Barquinero es un gesto intrigante, inesperado por inédito entre los
miembros de su promoción. De ahí cierto morbo mamotrético… Entonces, te pones a
leer y arranca el verdadero derroche. El grosor es lo de menos. Lo de más es
que la autora lo exprime para juguetear con múltiples modelos narrativos,
viajar en el tiempo y entre continentes (España, Italia, EE UU…), alternar
técnicas o voces, y todo ello sin perder casi nunca ni la coherencia
estilística ni una arraigada conciencia de época. En términos de oficio,
apabulla la madurez.
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