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sábado, 27 de abril de 2024

UN ANIMAL SALVAJE de Joël Dicker

 


Hay dos personajes en Un animal salvaje, de Joël Dicker (Alfaguara) que recuerdan a Anna Karina y Belmondo en Pierrot el Loco porque son dos gángsteres-amantes que recorren Francia en un descapotable y porque son dos inconscientes encantadores que actúan como animalitos entregados a su naturaleza. Hay otro personaje que, obviamente, se parece al Tom Ripley de Highsmith, porque es un arribista que parece que lo tiene todo pero que, en el fondo, vive aterrado por la posibilidad de ser descubierto en su comedia. Hay una escena que representa una fiesta en la que todo el mundo es rico, guapo y elegante menos una pareja normal que se cuela y que siente que se abre una grieta en su vida. En ese punto, los lectores piensan que qué Gatsby suena aquello, ¿verdad?

Y todas esas referencias vienen a cuento para explicar que Dicker parece siempre el mismo novelista que entrega thrillers sobre ricos que guardan un secreto, novelas que se leen al ritmo de 100 páginas por sentada y que, en resumen, se podrían explicar como una versión de Stephen King sin fantasmas. Pero no lo es: algo se mueve y se vuelve más complejo en el mapa del autor suizo con cada libro que pasa. «Mi mirada se ha vuelto menos despreocupada», cuenta Dicker a EL MUNDO.

¿Qué es Un animal salvaje? Dos historias que se cruzan a lo largo de 450 páginas: por un lado, está la trama de una banda de atracadores de bancos y joyerías que forman un matrimonio de Ginebra y su tutor en el oficio, un bohemio del crimen al que todos llaman Fiera. Se enamoran y se desenamoran entre ellos y planean un último golpe. En paralelo, hay otra historia que protagonizan los vecinos de ese matrimonio de atracadores, una pareja de clase media deslumbrada por la luz de la casa de diseño que está a 200 metros de su adosado. Da la casualidad de que ese marido de clase media es policía y eso hará que las dos historias se enreden.

«Un animal salvaje también habla de Ginebra», continúa Dicker. «Ginebra es una ciudad particular. El mundo piensa que es una de las capitales del mundo, comparable con Londres y con París. Pero la realidad es que tiene 300.000 habitantes. Ese suburbio tan verde, casi rural, de grandes casas de diseño... En realidad está a 15 minutos del centro de Ginebra». Hay un momento en el que el lector de Dicker descubrirá que el pecado original de sus personajes está en los antiguos privilegios de la banca suiza, como si esa fuese una gran culpa colectiva que obsesiona a su país. «Ya pasamos por esa tormenta como sociedad. Los bancos se adaptaron a las reglas de las autoridades internacionales y, cuando acabó el proceso, la gente siguió buscansdo a Suiza como refugio financiero por su estabilidad. Me parece que la imagen de Suiza ha salido reforzada incluso», dice Dicker, y no se sabe si lo dice con alegría o sarcasmo.




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