Hay dos personajes en Un animal salvaje,
de Joël Dicker (Alfaguara) que recuerdan a Anna Karina y Belmondo
en Pierrot el Loco porque son dos gángsteres-amantes que
recorren Francia en un descapotable y porque son dos inconscientes
encantadores que actúan como animalitos entregados a su naturaleza. Hay
otro personaje que, obviamente, se parece al Tom Ripley de Highsmith, porque es un arribista que parece que
lo tiene todo pero que, en el fondo, vive aterrado por la posibilidad de ser
descubierto en su comedia. Hay una escena que representa una fiesta en la que
todo el mundo es rico, guapo y elegante menos una pareja normal que se cuela y
que siente que se abre una grieta en su vida. En ese punto, los lectores
piensan que qué Gatsby suena aquello, ¿verdad?
Y todas esas referencias vienen a cuento para explicar
que Dicker parece siempre el mismo novelista que entrega thrillers sobre
ricos que guardan un secreto, novelas que se leen al ritmo de 100 páginas por
sentada y que, en resumen, se podrían explicar como una versión de Stephen King sin fantasmas. Pero no lo es: algo
se mueve y se vuelve más complejo en el mapa del autor suizo con cada libro que
pasa. «Mi mirada se ha vuelto menos despreocupada», cuenta Dicker a EL MUNDO.
¿Qué es Un animal salvaje? Dos historias
que se cruzan a lo largo de 450 páginas: por un lado, está la trama de una
banda de atracadores de bancos y joyerías que forman un matrimonio de Ginebra
y su tutor en el oficio, un bohemio del crimen al que todos llaman
Fiera. Se enamoran y se desenamoran entre ellos y planean un último golpe.
En paralelo, hay otra historia que protagonizan los vecinos de ese matrimonio
de atracadores, una pareja de clase media deslumbrada por la luz de la casa de
diseño que está a 200 metros de su adosado. Da la casualidad de que ese marido
de clase media es policía y eso hará que las dos historias se enreden.
«Un animal
salvaje también habla de Ginebra», continúa Dicker. «Ginebra es una
ciudad particular. El mundo piensa que es una de las capitales del mundo,
comparable con Londres y con París. Pero la realidad es que tiene 300.000
habitantes. Ese suburbio tan verde, casi rural, de grandes casas de diseño...
En realidad está a 15 minutos del centro de Ginebra». Hay un momento en el que
el lector de Dicker descubrirá que el pecado original de sus
personajes está en los antiguos privilegios de la banca suiza,
como si esa fuese una gran culpa colectiva que obsesiona a su país. «Ya pasamos
por esa tormenta como sociedad. Los bancos se adaptaron a las reglas de las
autoridades internacionales y, cuando acabó el proceso, la gente siguió
buscansdo a Suiza como refugio
financiero por su estabilidad. Me parece que la imagen de
Suiza ha salido reforzada incluso», dice Dicker, y no se sabe si lo dice con
alegría o sarcasmo.
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