Hay personas que, como las libélulas, son seres luminosos.
Irradian destellos de luz a su alrededor.
La pequeña Consuelo Vello soñaba, en el Madrid más pobre de
finales del siglo xix, con llegar a ser cupletista. Lo que no podía imaginar la
hija de la lavandera y del guardia civil es que se convertiría en la artista
más aclamada de su tiempo y que en los principales teatros de Europa brillaría
su nombre artístico: La Fornarina. Analfabeta en su juventud, pasó a ser una
gran lectora que hablaba varios idiomas y se relacionaba con la más selecta
intelectualidad de París. Mari Pau Domínguez ha novelado la extraordinaria
peripecia de una mujer que vivió con pasión, amó intensamente y murió demasiado
pronto en la cima de su gloria.
«Desde el primer día, desde el primer acento de su primera canción, la Fornarina fue una cosa aparte entre las cupletistas; fue el oro sobre los falsos metales, lo aristocrático sobre lo plebeyo. Su voz acariciaba, su voz era siempre aterciopelada y dulce».
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