Memorias de
un vagón de ferrocarril es una novela deliciosa pero ingenua, y que tiene un
inconveniente: el lector no sólo debe aceptar la convención de que la voz
narradora la encarne un vagón de ferrocarril sino que, en nombre de la amenidad
y por aquello de facilitar la inclusión de diálogos y la diversidad de puntos
de vista, el lector también debe aceptar que tengan voz propia los restantes
vagones del convoy y sus máquinas tractoras, así como los vagones y las
máquinas tractoras de los trenes que van y vienen de unas ciudades a otras.
No
obstante, y si bien es cierto que la voz narradora puede resultar algo
peculiar, en cambio su experiencia y su sabiduría acerca de las cosas de la
vida son inmensas. Debido a su continua movilidad -primero fue destinado a las
líneas que cubren el norte peninsular, luego a las zonas del sur y por último
al Levante -ese vagón al que sus compañeros de viaje apodan El Cabal demuestra
haber adquirido un conocimiento muy notable de la geografía española y sus
peculiaridades.
Pero su
fuerte, claro está, son los pasajeros, entre los cuales hay de todo:
matrimonios desgarrados por la infidelidad, ladrones salteadores de trenes, la
fugaz aparición del torero famoso que viaja rodeado de su séquito habitual, el
señorito calavera que se viste de esmoquin y se regala a sí mismo una fiesta
pantagruélica (su última fiesta) o la misteriosa dama que se sube al tren en
Calatayud y resulta ser una fría asesina.
Al cabo de
una vida de servicio, por los compartimentos de El Cabal habrá desfilado una
nada desdeñable muestra de la sociedad española de los años 20 que el vigilante
vagón dibuja con trazo amable pero certero. Y dando muestras de una capacidad
crítica muy notable, por ejemplo cuando resalta (y conste que la novela es de
1923) esa manía tan española de mantener a las mujeres en una ignorancia total
("No lleve a su señora a ver ese espectáculo", "No es un libro
para señoras", etc) y al mismo erigirlas en árbitros de "lo que debe
ser", por lo que la mentalidad y la moral nacional quedan a cargo de unos
cuantos millones de seres prácticamente analfabetos. Claro que como dicen a
alimón Zamacois y El Cabal, "lo absurdo es tan cotidiano que lo de sentido
común es lo que sorprende".
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