Otra vez es el centro de atención, como
casi desde el principio de su carrera. Ahí estaba Claessens tumbado en
el ataúd, sus familiares, amigos y gente cercana querían despedirle, todos
sabían que sería un momento difícil pero había que decir adiós, pero esa
despedida sirvió también para cerrar heridas y es que quizás no fuese el
momento más idóneo pero sí el elegido y es que como homenaje, Arianne
no iba a tocar la obra de Schumann que tenía prevista, haría algo dispar y es
que escogió el Opus 77 la pieza de acompañamiento que tocó su
hermano en el pasado, y que ahora no estaba ahí para verla.
Y es que la historia de Arianne es la
búsqueda de respuestas a preguntas que siguen sin ser respondidas, porque ni si quiera en ese día tan importante estaba
David, su hermano. Llevaban un tiempo distanciados, en parte por el poder
dictatorial del padre pero algo más tuvo que ocurrir para que no estuviera
presente durante la ceremonia.
La madre, Yäel como siempre tomó el
papel de sumisa y se dejó llevar por la situación, a muestra del gran
público eran una familia envidiable unida por el sentimiento de la música pero
esa dedicación en exceso no era solo por el respeto que le tenían a la misma,
sino también por la gran presión que ejercían sobre ellos.
A través del embrujo de las sonatas y
acompañamientos de instrumentos empezamos a despojar el verdadero alma de la
novela, y es que la desaparición de David no es lo único relevante en esta
sinfonía de letras también está el hecho del silencio perpetuo de Yäel, una de las mejores voces de todos los tiempos que
como todos en esa familia acaban rendidos a la eterna incomprensión.
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