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sábado, 28 de septiembre de 2019

LA PEOR PARTE. MEMORIAS DE AMOR de Fernando Savater



"Solo el amor y la muerte modifican nuestra existencia". Tan seguro estaba de esta afirmación Alberto Migré, célebre guionista argentino de telenovelas, que al menos uno de sus personajes la pronunciaba en cada culebrón que escribió.
De amor y de muerte —aunque no solo— versa el último libro de Fernando Savater (San Sebastián, 1947). Último por reciente y porque el pensador anuncia que no escribirá más. Y en las 243 páginas de 'La peor parte' (Ariel), el filósofo donostiarra parece dar la razón al creador de teleseries.
En ellas, rememora el deseo sentido hacia la que fue su compañera de vida durante 35 años y las adereza con el dolor y el vacío que padece ahora, cuando su lectora predilecta —“escribía para que ella me leyera”— ya no revisa sus borradores ni ve películas de terror en su sofá.
Portada de 'La peor parte' (Ariel).
A esta profesora de Estética dedicó el escritor su autobiografía —"mira, Sara, mi vida"— y, de paso, su existencia entera. Ya saben: a donde el corazón se inclina, el pie —y la pluma— camina.
Pero si el padre (intelectual y carnal) de ese tal Amador —ojo al nombre, 'el que ama'— rebosaba optimismo cuando Sara estaba junto a él, el Fernando Savater de hoy aprende a “vivir sin alegría en un mar de amargura sin orillas en el que chapotear con espanto hasta el anegamiento final”. Y mientras, lucha para que las lágrimas —“no hay día en que no las derrame por ella”— no ahoguen la lucidez

Vivir sin alegría ha sido una experiencia nueva para mí, una ruptura con mi yo anterior. Estaba acostumbrado a despertar siempre como cuando era niño, con un latente “¡vaya, otra vez!” gorjeando dentro. Y con el litúrgico “¿qué pasará?” con el que acababa cada episodio de cualquiera de los tebeos que tanto me gustaban y que leía puntualmente cada sábado por la noche. Yo sabía que cabía esperar mil peripecias divertidas, pero que nada irreparable le ocurriría al protagonista, o sea, a mí. Aunque me quejaba, lloraba y maldecía como todo el mundo, jamás me lo creí; la vida me parecía estupenda, a veces algo horrible, sin duda, pero no menos estupenda, como una buena película de terror tipo Alien o La semilla del diablo. Incluso en mis peores momentos, en la tortura del cólico nefrítico, en el hastío de un cóctel formal o una conferencia académica (son las peores experiencias que a bote pronto puedo recordar), sonaba como fondo de mi ánimo el basso ostinato de la alegría, aunque ni siquiera yo pudiese darme cuenta. Ha sido al dejar de oír ese íntimo hilo musical cuando, tras la inicial extrañeza, me he dado cuenta de lo que había perdido. “Reconocí a la alegría por el ruido que hizo al marcharse”, dijo Jacques Prévert (el poeta preferido de Pelo Cohete cuando la conocí), y podría hacer mía esa constatación.



sábado, 21 de septiembre de 2019

SIDI, UN RELATO DE FRONTERA de Arturo Pérez Reverte



No es ningún secreto que a Arturo Pérez-Reverte le chiflan las películas del Oeste y en particular la épica sosegada e intensa de John Ford. Así que en medio de uno de los tropecientos visionados de la 'Trilogía de la Caballería' firmada por el director -ese medirse con la violencia como una forma de sobrevivir, la fraternidad masculina a prueba de bomba y unos valores añejos pero que en fondo, queramos o no, nos interpelan a todos y a todas- se le encendió la bombilla. Si Ford había sido capaz de construir una épica con las historias de frontera, él no iba a ser menos rescatando a un personaje que la adoctrinadora escuela franquista hizo que todavía hoy miremos con suspicacia y resentimiento. El Cid Campeador. Pionero con Don Pelayo de la supuesta ‘cruzada nacional’, sin comerlo ni beberlo. De hecho, la terrible estepa castellana como territorio de frontera y Rodrigo Díaz de Vivar parecen desde un principio la localización y el personaje perfectos para el escritor, tan amante de las pendencias dialécticas como de las históricas. El resultado es 'Sidi' (Alfaguara), su nueva novela, en la que recupera las andanzas más oscuras del personaje, las del destierro tras la jura de Santa Gadea, donde la leyenda quiere que el guerrero obligara al rey de León a jurar que no había asesinado a su hermano. Y es que las suspicacias frente a la monarquía vienen de lejos.
Asegura el escritor que hay muchos cides, el histórico, el de la leyenda, el manipulado y que él ha construido el suyo, el que le interesa. “Del Cid histórico, el de verdad, conocemos un 20% como mucho, el resto es leyenda. Eso me permitía a mí, siendo fiel a esas tradiciones, crear mi propia leyenda, con documentación, claro, imaginación y mi propia experiencia en conflictos de frontera”, asegura en referencia a sus antiguas andanzas como corresponsal de guerra que suele sacar a colación en casi todas las entrevistas. “He visto a hombres en fronteras difíciles levantarse en combate y echar a correr mientras le seguían 40 tíos. Eso no se improvisa, ese hombre ha hecho un trabajo previo”. De ahí que el tema de fondo de su novela sea para él el del liderazgo, concebido a la vieja manera, tan masculina ella –“pero es que estoy hablando de la guerra en el siglo XI y no he quitado a ninguna mujer de ese retrato, sencillamente no estaba en el campo de batalla y si lo estaba se convertía o en botín o en presa para los depredadores. Tampoco he puesto a un amigo del Cid que sea negro”, dice reivindicativo intentando no aplicar, dice, los criterios morales del siglo XXI donde no toca.


sábado, 14 de septiembre de 2019

LAS SILLITAS ROJAS de Edna O ´Brien



Las sillitas rojas, la sobrecogedora y audazmente imaginada nueva novela de Edna O'Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) es tanto una exploración de los temas de la vida provinciana irlandesa desde la perspectiva de las chicas y las mujeres como un cambio de rumbo radical, una obra de historia alternativa en la que la devastación de un país desgarrado por la guerra irrumpe en la “inocencia primaria, perdida en la mayor parte del mundo” de la Irlanda rural.
Además del alabado talento de la autora para el lirismo y la precisión mimética, la obra contiene una inquietante clarividencia fabuladora que evoca a Kafka más que a Joyce, mientras que su retrato del psicópata Vladimir Dragan recuerda al Nabokov más oscuro, menos lúdico. Por si acaso no reconocemos de inmediato al siniestro “doctor Vladimir Dragan de Montenegro”, la escritora incluye como epígrafe este conmovedor pasaje: “El 6 de abril de 2012, para conmemorar el 20° aniversario del comienzo del sitio de Sarajevo por parte de las fuerzas serbobosnias, se dispusieron 11.541 sillas rojas en fila a lo largo de los 800 metros de la calle principal de Sarajevo. Una silla vacía por cada sarajevés muerto durante los 1.425 días de asedio. Seiscientas cuarenta y tres sillitas representaban a los niños muertos por los francotiradores y la artillería pesada disparada desde las montañas de los alrededores”.
Como un personaje de un malévolo cuento de hadas irlandés, un misterioso desconocido se presenta un día, aparentemente de la nada, en la orilla de un turbulento río del oeste de Irlanda, en un “gélido brazo que pasa por un pueblo al que llaman Cloonoila”. El forastero se queda “hipnotizado” por el “júbilo frenético” de las ensordecedoras aguas. Los crédulos habitantes de Cloonoila no tardan en sucumbir uno por uno al hechizo de Dragan, un supuesto poeta, exiliado, visionario, “sanador y terapeuta sexual”.
A uno de ellos le parece un “hombre santo con barba y pelo blancos que lleva un largo abrigo negro”, con un aire tan sacerdotal que invita a “hacer una genuflexión”. Para otro es una figura que invita a la esperanza: “A lo mejor traerá u poco de romanticismo a nuestras vidas”. El maestro del pueblo sospecha de él, e insinúa que el desconocido podría ser una especie de “Rasputín”, otro infame “sanador y visionario”, pero nadie quiere escucharlo. Al principio, el padre Damián, el joven cura católico, recela del doctor Vlad solo porque el forastero representa una amenaza para la autoridad de la Iglesia y porque se ha anunciado a sí mismo como un terapeuta sexual: “Este es un país católico, la castidad es nuestro mandamiento número uno”. Los retratos que hace la autora de los curas irlandeses rara vez son halagadores, y el padre Damián es una fuente de tópicos y retórica vacía: “Ya sabéis”, dice a los lugareños, “que mucha gente siente un vacío en sus vidas”, “Los matrimonios pierden la chispa”, “Las citas por Internet, la desnudez… las cosas que he oído en confesión”. Pero el supuesto líder espiritual de la comunidad cae en las redes del doctor Vlad como los demás.


sábado, 7 de septiembre de 2019

CARA DE PAN de Sara Mesa



Si tuviéramos que calificar con un solo adjetivo Cara de pan, el más adecuado sería “inquietante” porque, sin duda, inquietud es la sensación que permanece después de haber leído esta breve novela. La narrativa de su autora, Sara Mesa(Madrid, 1976), cuenta con ciertas marcas que la identifican: una escritura desnuda exenta de artificiosidad; una base cuentística -sus obras largas tienen la intensidad de los textos cortos por su concentración y porque cada elemento supura sentido-; y la ya citada inquietud, entendida también como desasosiego, conmoción, sorpresa desazonante, miedo ante lo que la realidad esconde y puede llegar a significar. 
Cara de pan cuenta una historia aparentemente simple. Una niña de rasgos ya preadolescentes, atraviesa una crisis de identidad y un buen día decide no volver a clase. Sufre acoso en el instituto porque ni su aspecto ni su actitud coinciden con el estándar establecido: es gorda, unos granos impertinentes salpican sus brazos, es introvertida y no tiene novio. Todo su aspecto se resume en el humillante mote que le ha puesto Marga, la listilla del grupo, cara de pan, donde la cara funciona como “símbolo de todo un cuerpo, de toda una entidad”. Durante las horas que debería estar en clase, la niña se refugia en un parque, dentro de un espacio recogido al que se accede atravesando un seto. 
Un día se encuentra con un hombre con el que poco a poco entabla conversación hasta que se hacen amigos. Los dos son unos desclasados, están fuera de lo que se considera normativo; ella es una niña rara y él es un viejo de elegancia trasnochada que va siempre con la misma ropa, ya sucia, y con “la misma expresión de asombro y pudor”, un hombre al que le cuesta articular las palabras y cuya actitud resulta chocante. Los dos crean un mundo que no sobrepasa el cercado tras el que se ocultan mientras se van conociendo y hablan de pájaros y de Nina Simone, las dos pasiones del viejo. En ese espacio propio y ajeno a todo lo demás, él decide llamarla Casi (de casi catorce, porque ella todavía no ha alcanzado esa edad) y ella a él Viejo, un término que en su relación carece de connotaciones negativas. Desde el principio, Casi nota que el viejo es un tipo raro, aunque no sabe calibrar el alcance de su singularidad, pero le parece que puede fiarse de él aunque sabe, porque lo tiene instalado en su imaginario, que la amistad entre un viejo y una niña no es normal
Con 
Cara de pan, Sara Mesa ha escrito un pequeño libro importante que invita a pararse y reflexionar sobre la realidad que nos atrapa, una historia llena de metáforas que bordea el abismo de lo establecido y nos obliga a pensar sobre la lógica interna -aparentemente loca- de las cosas y sobre lo que socialmente se considera correcto. También sobre el acoso adolescente, la maduración personal y lo distinto que es el mundo cuando se mira sin el conocimiento y los prejuicios adultos, con los ojos del niño que fuimos y algunos todavía son.