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sábado, 20 de julio de 2019

EL JARDÍN DE LA MEMORIA de Lea Vélez



Un libro que, aunque sometido al género, se escabulle airosamente al conformar, al pie de los hechos (si la expresión es tolerable), una remembranza amorosa, un álbum familiar, una suerte de conjuro para vivificar la pérdida. Y es varios libros, irremediablemente inconclusos, como estratos que se acoplan para diluir el dolor en la experiencia común: la narración de los últimos meses de su marido enfermo de cáncer, a partir del día en que compra un certificado de defunción; su entusiasta investigación, que podría acabar en guion o novela, del republicano Francesc Boix, que fotografió el horror de Mauthausen y testificó ante el tribunal de Núremberg; y el rescate de una correspondencia familiar, de encantadora ternura, propiciada por la leucemia de Stephen, hermano del marido, que moriría siendo un niño en los años cincuenta. La aparente dispersión conforma una unidad de resistencia. En la figura de Boix, la autora apela a “algo aún peor que lo que nos está pasando”, y con la recuperación de las cartas ensaya el fervor testimonial en que quiere convertir el libro que el lector tiene en las manos. Lea Vélez no se decanta por el dolor (que quema, no obstante, los bordes de las páginas) y se sobrepone con compasiva ironía: “Ser testigo de una tragedia no es noble. Igual que no hay nobleza en ser víctima de una tragedia”.
A la vez mortuorio y radiante, El jardín de la memoria aporta en su gravedad un cálido aire de simpatía que cabe atribuir al temple de la autora, que así enfrenta la desgracia con una táctica que la muerte no puede proscribir.


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