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sábado, 8 de febrero de 2020

TOTALIDAD SEXUAL DEL COSMOS de Juan Bonilla



Totalidad sexual del cosmos parece un título bastante loco pero tiene mucho sentido, pues se trata de una cita literal de la propia Nahui que resulta útil para dar la medida de su pensamiento y su estética, para bien y para no tan bien: un concepto complejo, entre científico y metafísico, en parte ingenuo y en parte provocador, en todo caso ajeno a cualquier intento de resultar convencional. Su biografía es carne de narrativa: hija de un ministro defenestrado que inventó un tipo de fusil semiautomático, protagonista de algunas historias de amor que vivió con una impudicia que hoy reconocemos como un gesto político, mito erótico de su generación pero, qué sorpresa, minusvalorada como creadora… Aquí había una novela, desde luego, y también algunos debates pendientes.
En una decisión estructural inteligente, Bonilla plantea los diferentes capítulos como renovadas encarnaciones o mudas de piel de Carmen/Nahui, cuyas principales obsesiones son “dejar huella” y tensar al máximo su propia idea de libertad. En el último tercio del libro, descubrimos la verdadera naturaleza de la voz narrativa y así entendemos mejor el tono de enamorado que la caracteriza: en esas páginas, necesarias para que la novela adquiera sentido pleno, la mujer evocada deviene presencia más allá de su propia muerte. Ahora es una fotografía hipnótica, un tema de investigación, un capítulo reivindicable de la historia, e incluso una incorporación tardía al canon… Pero también, como advierte José Emilio Pacheco en un pasaje del libro, Nahui se convierte en un icono potencialmente comerciable, mitificable y banalizable. En fin, lo que podríamos llamar “el mal de Frida”, otra figura sin duda fascinante de la que el mercado, con excusas de un cinismo espléndido, no ha dejado ni los huesos.
Aquí es donde Totalidad sexual del cosmos obtiene su mayor éxito: su aproximación a Nahui es poliédrica y no renuncia a la ambivalencia, tal vez porque sabe que la memoria mal entendida se convierte en “el órgano falsificador por excelencia, un palimpsesto que lo que busca con tanta visita a un hecho cualquiera es deformarlo hasta que no quede nada de lo que alguna vez fue”. Para evitar semejante error, o al menos para preservarse de la tentación parasitaria, la novela concibe la lectura del pasado como una forma de amor, por lo tanto de respeto, y casi siempre está a la altura del planteamiento
Quizás la aportación más lúcida de Nahui Olin fuera el modo en que subvirtió los conceptos encorsetadísimos de “musa” o “modelo”, proclamando con toda la razón que era ella, y no el fotógrafo ni el pintor, la verdadera creadora de sus retratos y desnudos. Nada de objeto: he ahí, en esas imágenes, un sujeto que impone sus propias reglas y su propia poética. La lectura en clave feminista del personaje de Carmen Mondragón no es unívoca ni carece de pequeñas aristas, pero se impone de un modo claro en tanto que su historia permite hablar de las maternidades conflictivas, una sexualidad y corporalidad no subordinadas a la mirada del hombre ni a los esquemas convencionales del género, las trampas del amor-pasión y el pensamiento monógamo, y desde luego el borrado condescendiente del protagonismo femenino en la cultura (la homosexualidad de su esposo, Manuel Rodríguez Lozano, abre otras puertas no menos relevantes)


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