Seguidores

sábado, 18 de febrero de 2023

NIADELA de Beatriz Montañez

 


La historia que nos cuenta en Niadela es, en última instancia, la de una desposesión: el abandono de sí misma para poder encontrarse con aquella que una es en realidad. Pero ¿cómo realizar este viaje inmóvil? Como se ha hecho desde hace milenios: deteniendo tu movimiento, separándote del grupo o de la tribu, aguzando la vista y el oído para entender aquello que la naturaleza quiera contarte. Así, Niadela se convierte en un excepcional ejercicio de atención, de observación, de escucha; en otras palabras, de pura nature writing, en el que con paciencia, con precisión y con un hálito poético extraordinario, la autora nos narra el constante devenir, tan efímero como maravilloso, de la vida que brota a su alrededor.

La escritura de Beatriz Montañez parece guiada tanto por su curiosidad científica (de la que el lector se nutre) como por una intuición más elevada, según la cual la naturaleza se hace y se deshace entre las palabras, y por momentos lo animal se funde con lo vegetal, o lo mineral con lo atmosférico, o la narradora con aquello que percibe, y de manera desconcertantemente natural el texto nos habla así de un todo, ese que sólo el lenguaje poético desvela, ese cuyo asentamiento en nuestra conciencia permite la progresiva sanación de las heridas que arrastra la memoria.

De este modo, el relato de su amistad con un zorro se entrevera con el recuerdo del padre, de su ausencia, de su muerte y de algo incluso peor y más doloroso; la historia de ese día en que se rebana el dedo con la motosierra (y recoge el fragmento desprendido, lo guarda y conduce una treintena de kilómetros para que se lo vuelvan a unir en un ambulatorio) engarza con la alegría profunda de comprobar que el jabato huérfano ha sobrevivido, o con la tristeza al confirmar el lógico alejamiento y la separación final de su pareja, o con el miedo de verse amenazada por un cazador, o con la inseguridad de sentirse olvidada por todos aquellos que antes eran parte de su vida más cotidiana, o con la felicidad de sentirse parte de una nueva familia salvaje cuyo destino, ahora, comparte. Surge entonces la posibilidad de volver a formular un nosotros (que va más allá de lo humano) que de repente cobra una importancia mucho mayor que la de ese yo que llegó maltrecho y que se cura, precisamente, mediante la aceptación de su propia insignificancia y la fascinación por la belleza salvaje que le rodea.




No hay comentarios:

Publicar un comentario