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sábado, 19 de agosto de 2017

VIVIR PARA CONTARLA de Gabriel García Márquez

De aquel viaje con su madre para vender la casa de los abuelos en Aracataca con la que se inicia el relato, cuando el autor cuenta 23 años, surgirá, sin duda, La hojarasca, pero también el embrión de una “epopeya” que se irá escribiendo y desechando hasta encontrar la fórmula con la que deslumbró al mundo literario no sólo en castellano. Hasta la página 122 no volverá a aludir a dicho viaje, recreándose en los meandros de la infancia. La clave, como sabíamos, era la recuperación de la imagen de aquella casa abandonada que ahora aparecerá desde otra perspectiva, tras el abandono de la Compañía. Pero asegura el autor que “desde la primera línea tuve por cierto que el nuevo libro debía sustentarse con los recuerdos de un niño de siete años sobreviviente de la matanza pública de 1928 en la zona bananera. Pero lo descarté muy pronto, porque el relato quedaba limitado al punto de vista de un personaje sin bastantes recursos poéticos para contarlo. [...] Pensé en diversificar el monólogo con voces de todo el pueblo, como un coro griego narrador, al modo de Mientras yo agonizo [...] pero me dio la idea de usar sólo las tres voces del abuelo, la madre y el niño, cuyos tonos y destinos tan diferentes podían identificarse por sí solos”. 

Y a raíz del viaje recobrará el nombre de Macondo, que tantas veces habría leído en su infancia. Estas cuestiones de carpintería técnica o las opiniones sobre la naturaleza de la novela no eran frecuentes en obras anteriores. Llegan, jalonando la historia de la vida del escritor, tan rica en lances pintorescos como en avatares familiares. Desde la primera línea -“Mi madre me pidió que la acompañara a vender la casa”- podemos establecer el paralelismo con el inicio de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota...”. En ambos casos el papel del recuerdo es determinante, así como el de la familia. Ahora, sin embargo, la frase resulta de una simplicidad que resalta el tono oral, casi confidencial, que pretende.

Sin embargo, en Vivir para contarla se nos autoriza a adentrarnos en la relativa intimidad de la tan amplia como diversa familia, en la lucha del protagonista por convertirse en escritor, sin enfrentarse al padre que hubiera deseado que finalizara la carrera de Derecho, en las dificultades materiales de la supervivencia, en las lecturas que irán jalonando los descubrimientos de un autodidacta, el papel determinante de los amigos del “grupo de Barranquilla” y del escritor y librero catalán Ramón Vinyes, que ejercerá como guía y maestro. Cobran relevancia las figuras de los abuelos, con los que el autor vivió durante sus primeros años y, en especial, la del abuelo que confeccionaba los pescaditos de oro, piezas de artesanía poco rentables (pág. 103), que advertiremos en Cien años de soledad. Los mecanismos de la composición de la primera parte del relato no disimulan deudas literarias (Rulfo o Faulkner).

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