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domingo, 3 de marzo de 2019

LA TIERRA DESNUDA de Rafael Navarro de Castro



La tierra desnuda es la primicia literaria de Rafael Navarro de Castro (Lorca, 1968), que desembarca en la narrativa con más de quinientas páginas ajenas a cualquier urgencia. A su manera, es un libro valiente que se consagra a la minuciosa recreación de la vida de Blas, el Garduña, un hombre de un pueblo de una España interior que ya no existe. El lector asiste al nacimiento y el entierro del protagonista; entre ambos hay una infancia, el descubrimiento del sexo, la guerra civil, un matrimonio, tantas injusticias como alegrías, y la extinción de una forma de estar en el mundo y de pensarlo: el fin de la sabiduría analfabeta, para la cual no existía nada fuera del ciclo de las estaciones y el curso del río. Avanzada la novela, uno de sus capítulos empieza con la enumeración, casi letanía, de las tareas del campo: “Despampanar, escamojear, injertar, acarrilar, escardar, sembrar, arar, varear, deschuponar, segar, trillar [...]”. La lista ocupa ocho líneas simultáneamente sagradas, antiguas, monótonas. En esas líneas cabe el espíritu entero de La tierra desnuda, para bien y para mal. 

Para escribir con justicia de este libro, convengamos primero en dos puntos: que Navarro sabe qué libro quiere escribir y puede decirse que lo logra, y que yo no soy su target. Aparte del innegable magisterio de Delibes, las citas que encabezan cada capítulo dan algunas pistas del linaje al que se adscribe esta prosa: La tierra desnuda es un libro tan sólido como los de Luis Mateo DíezJulio Llamazares o José Luis Sampedro, y mejor que los de algún otro autor citado. A los lectores de cualquiera de ellos debería interesarles qué cuentan y cómo lo cuentan estas páginas. Y no es menos cierto que el trabajo artesanal de Navarro recreando una prosa rural, arraigada, de retórica popular y precisa, forjada en la sobriedad fatalista de la naturaleza, es técnicamente inapelable (aunque nadie es perfecto: seguro que a Ricardo Senabre le sorprendería leer que un vino es “incomestible”). Por lo tanto, corrijamos mi distancia respecto de la propuesta con el reconocimiento de su legitimidad y de su rigor. He aquí una novela que no es para mí, pero puede ser para otros, a quienes sin duda su extensión no les provocará el desánimo que yo he padecido
 No se trata de que el narrador tenga o no razón en sus certezas antimodernas (“¿ese infierno quién lo padecerá?”, llega a preguntarse), sino de que las hace emerger en forma de estampas obvias (el abuelo que se deja fotografiar con dos guiris despampanantes o el nieto pendiente de las pantallas) o sentencias de columna dominical (“tradiciones de importación para sustituir a las locales”, dice contraponiendo castañas asadas y “chuches”). Ese narrador es siempre respetuoso con sus personajes, a los que ama, y eso es hermoso; pero lo es menos con la realidad, con la que se muestra impecable hasta que, sin desearlo, acaba deslizándose por la pendiente de una nostalgia menos crítica que consoladora.


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